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Otra forma de uso cultural del cuerpo. La memoria*



Resumen

El presente trabajo argumenta que el cuerpo humano, además de tener distintos usos en la era global, como su uso estético, de inclusión o exclusión, de sexualidad, de ciber, de tráfico de órganos, etcétera, puede tener un uso cultural y de mayor tradición. Lo que aquí se esgrime es que el cuerpo, y las distintas partes que lo configuran, en diferentes culturas y momentos lo han considerado como un recipiente, como un instrumento, como un artefacto de la memoria colectiva. La memoria colectiva se concibe como un proceso social de reconstrucción de un pasado experimentado y significado por una sociedad. En este caso los viejos posibilitan que este proceso de reconstrucción se lleve a cabo; asimismo, se plantea al cuerpo como artefacto de la memoria de una sociedad. Por eso es que, en distintos sitios y momento, los cuerpos muertos o bien se mantienen, por ejemplo embalsamados, o bien se ocultan, por ejemplo se mutilan y dispersan, para que el recuerdo se mantenga o el olvido se haga presente, según sea el caso. La tesis es que la memoria colectiva se edifica, entre otras cosas, sobre la base de la concepción del cuerpo.


Del cuerpo

El cuerpo ha tenido innumerables formas de uso: van desde el culto a éste, como las prácticas de la belleza que se le endosan, hasta el tráfico de algunas de sus partes, como ocurre en la actualidad, pasando por el tributo que se le rinden a pies, manos, barriga, ojos u orejas. Asimismo, el cuerpo es visto en dos planos o espacios con un claro límite: la piel. Sobre ella o al interior de ella, hay una capa exterior, que sirve para distinguir, por ejemplo, entre lo interno y lo externo. Idea de sentido común. Por caso, sirve para percibir los estímulos del mundo exterior y distinguirlos de la experiencia interior. Los tímidos lo saben: sólo lo de adentro los mantiene seguros; los extrovertidos también lo saben: lo suyo es la exhibición; los nerviosos lo experimentan, al morderse los dedos; los desesperados tintinean la mesa o la silla con las extremidades. Para algo ha de servir el cuerpo, aparte de vestirlo, como para moverse, para expresar, por ejemplo los gestos y las sonrisas, para coquetear, con la mirada o con las caderas, para ahuyentar, con la mirada o con el puño.


Algunos usos del cuerpo: el individuo

El siglo XX, por su parte, recortó el cuerpo en dos: caras y cuerpos: se atiende y se mira a uno u otro. El rostro ejerce su influencia hasta los dos metros, ver el cuerpo a menos de esa distancia es mal visto. Es como voyerismo. Perversión es mirar tobillos, axilas o partes íntimas. La cara es de inteligencia o de tonto. El cuerpo es de tentación o no lo es. Pero no a la inversa, es decir, no hay cuerpos inteligentes ni caras de tentación. En el siglo XX los retratos de cara son superiores a los de cuerpo entero; pero en el siglo XXI el cuerpo empieza a dominar (Fernández Christlieb, 2005). Eso se percibe hasta en las campañas de la clase política, Alejandra Barrales y Lorena Villavicencio incluidas. En la parte posterior de la cabeza, por ejemplo, se depositaron facultades, como la mente. Ello, en parte, porque el siglo XX privilegió al individuo. La psicología hizo su panacea. Aquello que se encontraba en el exterior, en lo cultural, fue depositado en el interior del individuo. Sea en la cabeza o en otras partes del cuerpo. Revisemos: en la cabeza se puso el pensamiento. En el corazón los sentimientos (más aún, el primero se volvió masculino y lo segundo se feminizó, así tenemos como resultado que la modernidad dicta que hay hombres racionales y mujeres sensibles). Sigamos: sensación adentro y percepción afuera. Memoria y aprendizaje adentro y visión afuera. En el centro de toda esta perspectiva, dominante ella, el individuo y su cabeza. Éste es quien siente, piensa, recuerda, mira, percibe, etcétera.


Los viejos, el cuerpo y los recuerdos

A la par de todo esto, no obstante, existe una manera de "mirar" el cuerpo, de "reconocerlo", y que proviene de siglos, tal vez milenios, atrás, y sigue arraigada en el tiempo y en distintos lares. Veamos. No es con los griegos ni en sus tiempos que inicia esta forma de uso del cuerpo, pero los griegos son, en muchos asuntos, el punto de arranque o el pretexto para comenzar a explicar ciertas perspectivas. Ésta no es la excepción. Con los griegos surge hace más o menos 25 siglos el denominado "arte de la memoria", arte que privilegiaba el discurso, los lugares y las imágenes para el recuerdo (Yates, 1966). Aunque los indicios del uso del cuerpo para tales efectos y tareas también se dejan entrever ya ahí. Puede catalogarse como ancestro de los viejos a Hippias, el retórico griego, que con su erudición tenía un “conocimiento enciclopédico” y “llegó a ser el receptáculo viviente de todo el conocimiento humano” (Vernant, 1999: 23). Ese Hippias, por ejemplo, podía escuchar cincuenta nombres y acto seguido repetirlos verbalmente. De Tucídides se dice que era un “buen relator”, por tanto se creería que también buen recordador. Varios nombres griegos saltan bajo esas cualidades: buenos recordadores. El propio Séneca, “el sabio”, esgrimía tener la capacidad verbal de repetir dos mil nombres. Y de Latro se dice que llegaba a la casa de subastas desde temprano hasta la puesta del sol y podía recordar todos los detalles de las ofertas y las ventas (Billig, 1986). Esa línea, culturalmente, se fue perfilando paralos viejos: ser recordadores. Recordar es “pensar de nuevo”, “volver a sentir” (Gómez de Silva, 1985). El recuerdo alude a algo más que la simple “evocación” o a la “reminiscencia”. El recuerdo es una “actividad íntimamente marcada por un sentido del pasado”, toda vez que es una “actividad característica del establecimiento de las Identidades” de los grupos o personas (Radley, 1990: 67).


Y desde siglos, sino es que milenios atrás, los viejos, por más individualista que pueda percibirse a una persona, tienen un papel cultural, asignado por una comunidad, grupo o sociedad: ser los comunicadores del pasado. Los viejos en ciertas comunidades, y en las familias, han de virar hacia el pretérito, trayendo esos tiempos, o sus narraciones, al presente. El propio Nietzsche (1874:116) adjudicaba esa función a las personas mayores; de ellos decía: “A la edad senil corresponde una actividad de viejos que consiste en mirar hacia atrás, pasar revista, hacer balance, buscar consuelo en el pasado mediante la memoria; en resumen: cultura histórica”. El tiempo presente, para los viejos, es momentáneo, fugaz, incluso llega a carecer de importancia: “Cuando te vuelves viejo, de alguna manera, regresas a tus raíces”, escribe Umberto Eco. En las buenas familias, suele escucharse que "todo pasado fue mejor", aludiendo a que es en el tiempo anterior donde lo significativo, importante y valioso de la vida ha estado. Esa es justa la reflexión de los ancianos: el pasado es mejor que el presente. Lo cual no ocurre únicamente en el terreno de lo individual, puede observarse en lo comunal y en lo societal. En lo comunal los viejos no esperan pasivamente que los recuerdos lleguen, van en busca de ellos, interrogan a otras personas, contrastan, reflexionan, piensan, revisan sus papeles, sus fotografías, sus cartas, reconstruyen, recuerdan y cuentan lo que recuerdan y en ocasiones lo escriben: “el anciano se interesa más por el pasado que el adulto” escribió Halbwachs (1925: 142). Ese interés por el pasado, algo adormilado por algún tiempo, se entiende en el paisaje de exclusión social, al no ser considerado más como parte de la lógica productiva y utilitarista, y entonces lo que los viejos pretenden es reinsertarse narrando lo que en la sociedad ha ocurrido: es depositario de interés. En el terreno cultural, de antaño viene la tarea: no hay supervivencia sin memoria y tampoco identidad. De ahí que se estableciera un rol para los de mayor edad: “el anciano de la tribu que, por la noche, debajo de un árbol, narraba las hazañas de sus antepasados. Transmitía esas leyendas a las jóvenes generaciones, y de este modo el grupo mantenía su identidad” (Eco, 1998: 236). Por eso, incluso, se componen los mitos fundadores, como el del águila y la serpiente en un lago o la tan famosísima última cena: éstas son memorias narradas[1]. En otros tiempos, pero también en culturas actuales (África y culturas de México y Sudamérica), los ancianos son depositarios y guardianes de las tradiciones y de un cierto conocimiento, porque han recibido esos conocimientos de manera más temprana que otros y porque cuentan con el tiempo libre suficiente como para comunicarlo a las futuras generaciones: “No es menos verdadero que la sociedad, atribuyendo a los viejos la función de conservación de las huellas de su pasado, les aliente a consagrar todo cuanto les resta de energía espiritual a recordar” (Halbwachs, 1925: 143). A esta edad no se tiene más recuerdos que cuando se era adulto, sólo que en este periodo, en términos sociales, se dispone de más tiempo para explayarse en el recuerdo sin que se reclame que se está perdiendo el tiempo, y el anciano pone todos los elementos con los que cuenta para esa tarea. Tal tarea se puede observar en demasía, anteriormente en sociedades sin escritura, actualmente en sociedades tradicionales y en sociedades pequeñas, donde la oralidad es columna vertebral de la comunicación: “las tradiciones orales parecen tercas y duraderas casi en todas partes entre los pueblos analfabetos. No se destruyen en su primera exposición al mundo de las letras”, ha señalado el historiador Robert Darnton (1984: 26).


En múltiples ocasiones narración y oralidad confluyen para reconstruir experiencias pasadas, y así reordenan el proceso social de una colectividad. Y eso es justamente lo que le da vigencia a anteriores prácticas, saberes y procederes: la oralidad fue el primer camino que siguió la comunicación del saber. Y es que, en efecto, “los relatos son la moneda corriente de una cultura” (Bruner, 2002: 32). Son ilustrativos de estas sociedades y culturas los especialistas de la memoria, los denominados hombres-memoria, custodios del conocimiento pasado, de los códices, también llamados historiadores tradicionalistas, que devienen “memoria de la sociedad” y depositarios de lo que después, en algunos casos, se convertirá en historia. En estos hombres-memoria entran, por supuesto, los sacerdotes, los jefes de familia, bardos, personajes ellos que por su posición social en las sociedades tradicionales cumplen con la función de mantener la cohesión del grupo. No es gratuito que en el medioevo se venerara “a los ancianos sobre todo porque veía en ellos a los hombres-memoria, prestigiosos y útiles” (Le Goff, 1977: 156). Al igual que no carece de sentido el que en diferentes lugares de África cada viejo que muere “es una biblioteca que se quema” (Auge, 1992: 16).


En México, por ilustrar, al menos dos movimientos insurgentes de arraigo campesino e indígena en el siglo XX han tenido a su "viejo" ese que les ilustra, que les ilumina, que les aconseja, que les brinda conocimiento en su resistencia. Aquel a quien se escucha. Uno, es el de Lucio Cabañas, quien recibía consejos de un "viejo" que le señalaba cómo debía moverse, que pasos debía dar y cómo debía actuar ante la embestida del ejército. Era ese conocimiento antiguo, de resistencia, ese que se había forjado en otras luchas, como la zapatista de principios de siglo y que ahora, como memoria, ayudaba a la de Lucio Cabañas para sobrevivir en su empeño por mejorar la vida de su gente. El otro movimiento, es el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, muy conocido es su denominado "viejo Antonio", una especie de "pepe grillo" del subcomandante Marcos, en tanto que le indica caminos a seguir, estrategias a utilizar, formas de proceder y maneras de actuar. El viejo Antonio es todo un emblema en el zapatismo de fin de siglo. Ambos viejos, tanto el de Lucio como el de Marcos, no son sino memoria puesta al servicio de la resistencia de los pueblos excluidos, en el presente; es pasado actuando, es resistencia ancestral. Estos viejos son echados a andar como conciencia de estos dirigentes, en tanto que en los movimientos que representan los viejos son autoridad, son conocimiento, son sabiduría, son comunicadores, son una instancia de decisión. Son los que hablan. Y en muchas ocasiones son quienes deciden. A ese “viejo Antonio” los griegos lo denominaban Mnemón, personaje que guardaba los recuerdos del pasado para la toma de decisiones en torno a la justicia. La escritura, al paso del tiempo, les ayudó en esa tarea. Entretanto, la piel Pero el recuerdo no sólo se inscribe en lo que los viejos comunican, también se asienta en el cuerpo, por ejemplo, en la piel: “La piel es el depósito de los recuerdos, almacén de nuestras experiencias impresas en ésta, banco de nuestras impresiones, geodésica de nuestras fragilidades. No busquemos lejos ni dentro de la memoria: la piel se graba igual que la superficie del cerebro, también escrita, quizá de la misma manera” (Serres, 1985: 95)[2]. “Hay que respetar la memoria, incluso cuando es cruel”, advierte Umberto Eco (1998: 236), porque de lo contrario se amputa el pasado. Los eventos dolorosos pueden quedar inscritos en el propio cuerpo, éste que es portador de vivencias, de experiencias. Es el caso de las mujeres, que en momentos de represión, y en otros no tan así, se ven en múltiples ocasiones sujetas a la humillación sexual. Ello puede advertirse en la obra de Ariel Dorfman, La muerte y la doncella, la protagonista, Paulina, lleva en el cuerpo el recuerdo de su sometimiento, de sus múltiples violaciones. Lo interesante del relato es que esa mujer pudo haber sido otra y en otras circunstancias: “puede ser una mujer indígena, una mujer pobre de cualquier población, villa miseria o favela. Una mujer refugiada, una mujer negra, judía, guatemalteca, salvadoreña o chilena. La memoria de esa mujer, inscrita en su cuerpo… ha quedado marcada por la tortura” (Lira, 1998: 257). Otro tanto puede apuntarse para las marcas que dejan los torturadores en los cuerpos de sus víctimas: cicatrices, quemaduras, señales, tatuajes, perforaciones, etcétera. Campos de concentración en Argentina o cárceles clandestinas, como el Campo Militar Número Uno, en México, son muestra de esto. El cuerpo, en este caso la piel, recuerda. Este es un tipo de recuerdo cruel, pero necesario. No hay que olvidar. Quizá otra forma más grata de recordar en torno al cuerpo sea la que guarda sus partes para posteriores conmemoraciones. La propia edificación de una tumba permite, después de algún tiempo, “la transformación del cuerpo en monumento” (Auge, 1992: 67). Y ello porque sobre el cuerpo caen creencias e ideas que lo permiten. Por ejemplo, en África Occidental, ciertas partes del cuerpo, como el dedo gordo del pie, los riñones o la cabeza, son concebidos con una “presencia ancestral”, por eso son objeto de devoción, convirtiéndose el cuerpo, de esta manera, en “un conjunto de lugares de culto”. El cuerpo como lugar de conmemoración, de remembranza. Así por ilustrar, durante mucho tiempo las familias mantenían una parte del cuerpo de un ancestro (podría ser un dedo entero) en un frasco, con la intención de la perpetuidad y transmisión del linaje: esa era la voluntad familiar de mantener la memoria.


En sentido conceptual, los objetos reunidos, por ejemplo los de los museos, posibilitan “evocar un cierto sentido del tiempo y el lugar” al que pertenecen o han pertenecido. Eso exactamente ocurre con el cuerpo o partes del mismo. Existen “marcadores transitorios”, como una marca en el suelo, una bandera en la punta de una montaña; o indicadores para una acción a realizarse, como el nudo en el pañuelo o el hilo en el dedo; estos tienen la intención de potenciar el recuerdo, la memoria, en un futuro. Ese es el caso de los objetos permanentes “creados especialmente para ayudarnos a recordar”, como sucede con las lápidas o las inscripciones en honor de alguien o como las tumbas o los cementerios que etimológicamente remite a “civil”, perteneciente a la ciudad o a la familia. Mantener los cuerpos de los seres amados que han muerto es una manera de mantenerlos en el presente, es una forma de dotarles de vida. No mantener sus cuerpos es como olvidarlos, como dejar el pasado, y quien no tiene pasado no tiene identidad[3]. Ciertamente, los muertos retozan un papel importante en la forja de la memoria en términos identitarios, pues así como un monasterio sin reliquias se convierte en un lugar sin pasado, sin memoria, las sociedades que no preservan el recuerdo de sus muertos, van desdibujando elementos que contribuyen a delinear su identidad: Comte había dicho que el fundamento de las sociedades era el culto a los muertos (Candau, 1998: 142), Halbwachs que afianzan los lazos familiares, Minot que consolidan al grupo; por tanto, la pérdida de la memoria de los muertos deviene amenaza a la comunidad que los olvida. En el medioevo se sabía claramente: “Antiguamente se embalsamaba a los muertos: para que el recuerdo evocara a quienes habían amado nuestros antepasados” (Serres, 1985:227). No obstante, al paso de los siglos, por ejemplo en Europa, la memoria parece quedarse más con los vivos que con los muertos. Entre fines del XVII (Seicento) y del XVIII (Settecento), va en decline la conmemoración de los muertos. Las tumbas son cada vez más simples, incluso las de los reyes. Sobre todo en donde el protestantismo es dominante, como en Inglaterra, donde se piensa que el culto a los muertos da aires de papismo. Después de la Revolución Francesa, y al paso del tiempo en otros países, hay un retorno a la memoria de los muertos: se reintroduce la época de los cementerios, con monumentos e inscripciones funerarias, visita de por medio. Y aunque las tumbas se separan del edificio de la iglesia, son el centro del recuerdo. “El romanticismo acentúa la atracción del cementerio ligado a la memoria” (Le Goff, 1977: 168).


Efectivamente, los cementerios son lugares y monumentos de la memoria, e indican épocas de una sociedad. Los panteones, por caso México, después de la segunda mitad del segundo milenio, rodeaban las iglesias, y éstas a su vez se encontraban en el centro de la vida social, al lado del poder civil, como lo muestran varias ciudades mexicanas. Y quizá previendo que los cadáveres en cementerios improvisados serían artefactos de la memoria, los nazis, a poco de caer los territorios que tenían bajo su control en manos de los aliados, se dieron a la tarea de excavar y sacar los restos de sus víctimas, intentando con ello no dejar huella de sus atrocidades, además de alejar la memoria de esos sitios. Por cierto, sobre las cámaras de gas de los campos de exterminio nazi, Primo Levi recuerda un diálogo con una sobreviviente, que al ver a través de la ventana de su barracón humo saliendo de la cúspide de la chimenea pregunta a una veterana: “¿qué es ese fuego?” y recibe como respuesta: “Somos nosotras que nos quemamos” (1958: 195). Los cuerpos, efectivamente, son artefactos de la memoria. Cosa que sabían bien los militares dictadores en el Cono Sur de nuestro continente el siglo pasado. Su razonamiento anti-memoria llevó a los asesinos del Che Guevara a cortarle las manos y callar sobre el paradero de su cadáver, impidiendo su traslado a algún sitio reconocido: “Por ningún motivo debe quedar una tumba localizable del Che, no debe haber en Bolivia un lugar donde pueda rendirse culto al muerto y sus compañeros”, es la conclusión de los militares bolivianos, pues resultaba peligroso que fuera ubicable el sitio donde se enterraría al Che, porque ahí llegarían multitudes de gente, por eso en un telegrama el jefe del Estado Mayor, general Juan José Torres, dirá: “Restos de Guevara deben ser incinerados y cenizas guardadas aparte”, y al respecto Paco Ignacio Taibo II, biógrafo del Che, reflexionará: “Más peligroso aún que la tumba del Che, es el fantasma del Che” (Taibo II, 1997: 825). Efectivamente, por eso se solicitaría que se le corte también la cabeza, lo cual finalmente no ocurre. Es ese mismo razonamiento olvidadizo el que impidió en México el traslado de los cuerpos de guerrilleros muertos en el intento de asalto al Cuartel Madera de la sierra de Chihuahua en 1965 –con lo que se dio inicio a la segunda ola armada en México- y posteriormente de otros guerrilleros asesinados, para evitar reivindicaciones y prácticas conmemorativas en esos sitios, como anticipando que al paso del tiempo las tumbas localizadas convocarían a aquellos que reclamarían por esas vidas cegadas. Ese fue el tono olvidador de los militares chilenos, durante y después del Golpe de Estado de 1973. No obstante, años más tarde la memoria comenzó a brotar, y “en artísticos y dramáticos monumentos” la sociedad chilena negaría “la desaparición del presidente Salvador Allende”, de sus ministros, del cantante


Víctor Jara y otros; sí, porque a tres décadas de esos trágicos sucesos las tumbas de los mártires que los familiares erigieron son ya monumentos que reciben más visitas que los militares vivos; sí, porque mientras estos últimos recuerdan en la oscuridad de la soledad su “hazaña” de aquel septiembre terrorífico, las tumbas de los mártires “celebran la vida”, “esperando justicia rodeadas de gente” (Castellanos, 2003a): la memoria de esos acontecimientos, alimentada por los artefactos, entre ellos el panteón donde se encuentran los restos de decenas de ejecutados, permite expresar lo que se dijo en la conmemoración de los 30 años del golpe militar: “Salvador Allende está muerto y vive; Pinochet respira y está muerto” (Castellanos, 2003b). En todo caso, los cementerios clandestinos de las décadas de los setenta y ochenta en el Cono Sur, y hallados años después, devienen espacios de la memoria de esos tiempos oscuros que experimentaron las sociedades latinoamericanas a manos de los militares organizados alrededor de la denominada Operación Cóndor.


De regreso al recuerdo: se comunica

Y es que, ciertamente, como imágenes materiales, una función de los artefactos, como los cuerpos humanos sin vida, es “facilitar la relación entre actitudes e intereses que constriñen y guían los recuerdos de los afectados” (Radley, 1990:72). Hay una significación, personal o colectiva, sobre los objetos del mundo material. Los objetos materiales están organizados de tal forma que permiten el recuerdo, ello ocurre en situaciones amplias y en la cotidianeidad, como en los panteones, y es ese entorno organizado el que facilita “no sólo lo que debería recordarse”, sino incluso “cómo debería conducirse este recuerdo” (: 64), y en ocasiones es lo que permite encontrar continuidad entre un pasado no vivido y el presente experimentado; y es que, los objetos son usados para establecer “un vínculo con el pasado”, lo cual ayuda a la manutención de la identidad. Parafraseando al filósofo ruso Ilyenkov un “objeto existe como un artefacto en virtud de una cierta significación social, o significado, con el que su forma física ha sido dotada, y es este hecho lo que se perdería en una descripción puramente física”, de tal suerte que “las formas sociales de la actividad se han objetivado en la forma de una cosa y han elevado de esa forma un trozo de naturaleza en bruto a un objeto con una clase especial de significado” (Bakhurst, 1997: 129). En efecto, en esta tesitura cobra sentido la expresión de que “ser una criatura capaz de pensar es ser capaz de relacionarse con el mundo como con un objeto del pensamiento” (: 130), esto es, se relaciona con instancias más allá de lo físico, donde hay significados, sentidos, valores y razones. Los artefactos son instrumentos para las personas (Lang, 1997), lo cual permite configurar el recuerdo social, que puede entenderse como “la evocación colectiva de un pasado común y la conmemoración de acontecimientos que pueden ser previos a la experiencia de cada uno”, y que de alguna manera es conformado por el modo en que se ordena el mundo de las cosas (Radley, 1990: 69)[4].


Y es ese mundo de las cosas, de los artefactos, del recuerdo de los cuerpos, lo que ha de comunicarse. Desde la posición del antropólogo, advierte Auge (1992: 17), el informante, sobre todo si es viejo, “habla más de lo que sabe o piensa del pasado que del pasado mismo”, y es que no podía ser de otra forma, pues en los asuntos de la memoria no hay correspondencia ni exactitud. El relato es una narrativa, como los mitos, que no hay que comprobar pero que cohesionan y ayudan a que un grupo, comunidad o sociedad se identifique[5]. Tales relatos van más allá del testimonio. En efecto, por caso, en la historia lo que interesa es la fidelidad del testimonio, no su interpretación o manera de reconstruir, importa su fijeza, mientras que en la memoria se retoma la interpretación, la viveza del relato y el significado que éste tiene. En el primer caso (historia) el testigo a) ha visto, sentido u oído (o cree haber visto…); b) se ve afectado por esos sucesos, impresionado; c) relata, d) el oyente del relato se convierte en testigo de segundo orden (Ricoeur, 1999c)[6]. Y es que el testimonio remite a testigo y éste a quien vivió una experiencia y puede, en ciertas circunstancias, narrarla, “dar testimonio”; también remite a un observador, alguien que vio algo. Por ello, el testimonio es en primera persona. En múltiples casos los testigos ya no están, se han ido, como los que perecieron en los campos de concentración, sean nazis o sudamericanos. Ahora bien, hay distintas maneras de plasmar el testimonio; la escritura no es la única forma: libros, fotografías, cine, ficción, literatura, teatro, artes plásticas, canciones, leyendas, mitos. Lo común en todos ellos es la “huella” que dejan para que otros comprendan lo que se trata de enunciar. Muchas veces las leyendas y los mitos son más aceptados, por su forma narrativa, que los denominados “hechos históricos”. Lo que importa, en muchos casos, es su verosimilitud. El sentido que genera a quienes escuchan. Y eso lo logran muy bien los viejos, cuestión de mirar a uno de ellos rodeado de un puñado de infantes para saberlo[7]. El testimonio, habrá que indicarlo, incorpora la memoria en el discurso. El testimonio da cuenta de lo ocurrido en el pasado, y el pasado requiere ser narrado, no importa si hay testigos o no (¿quién testificó la aparición de la virgen de Guadalupe?). Pero más que el testimonio, lo que nos brindan los ancianos son narraciones sobre el pasado. Las narraciones son relatos vividos, es una forma discursiva. Un relato tiene un tema central, un inicio y un final, y una voz narrativa identificable. Tienen una trama, entendida como estructura de relaciones mediante las que se dota de significado a los elementos del relato, identificándolos como parte de un todo. La narración es un “sistema particularmente efectivo de producción de significados discursivos”. La narrativa se ubica en el ámbito de la memoria y no en el del sueño ni en el de la fantasía (White, 1987: 25). En efecto, el pasado, o los eventos que en él ocurrieron, para permanecer requiere ser narrado porque ya ha acontecido: “el pasado que ya no es, pero que ha sido, requiere el decir del relato en la medida en que éste se encuentra ausente” (Ricoeur, 1999c: 97). Mediante el relato, los acontecimientos pretéritos siguen cobrando sentido para quienes no los vivenciaron, porque cobran algún significado[8].


La relación con el relato es de escucha: nos narran historias antes de que seamos capaces de narrarlas nosotros mismos. Hay ahí una “mediación lingüística y narrativa”, que atraviesa incluso a la denominada memoria individual. Bachelard dirá que la humanidad no creó el recitado sino la narración, por tanto no se recuerda por repetición sino mediante la narración, es decir al disponer el pasado en función de lo que interesa en el presente. Pero la narración es también, muchas veces, repetición, con ligeros cambios: un rasgo a destacar en el caso de la memora indígena es esa cualidad de comunicarse de manera hablada de una generación a otra, de un grupo a otro, de una persona a otra: “esta naturaleza de la memoria indígena explica su tendencia a la repetición, su obsesión por contar una y otra vez la misma historia para conjurar el riesgo del olvido” (Florescano, 1987: 255). Y la indígena vaya que es memoria. Y mucha repetición de por medio lleva. En tal caso, se ha reconocido en fechas recientes, no sólo se trata de contar más, sino también de contar mejor (Vázquez, 2001). El acto de comunicar implica a su vez acto de recibir. Hay culturas que ponen más atención a la escucha[9], en tanto que la recepción posibilita la invención o la interpretación alrededor de lo que se recibe: de hecho la tradición implica necesariamente interpretación. Hay un ropaje nuevo, del presente, con el que se viste lo viejo, el pasado, como en los carnavales que se actualizan con cada puesta en escena o las prácticas conmemorativas a las que se les endosan vestuarios o adornos de moda, que no alteran en sustancia lo que se conmemora. No es gratuito que “recibir” refiera a “hacer volver” y “reconquistar”, “volver a tomar” que no es otra cosa que actualizar (Gómez de Silva, 1985).


Un posible cierre político del cuerpo

Y recibir y actualizar, precisamente, es lo que han demandado durante décadas los familiares de los desaparecidos en México. A ellos les han dicho malas narraciones: que no tienen a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus primos… muchos de ellos fueron vistos por última vez en algún Campo Militar de Guerrero o del Distrito Federal, pero eso durante años el gobierno lo ha negado. Su demanda ha sido clara: “vivos se los llevaron, vivos los queremos”; no obstante algunos intuyen que a tres décadas de haber “desaparecido” el familiar estará muerto. En tales casos lo que demandan es que se les presente el cuerpo. Lo siempre negado, pero luego en los hechos reconocido: recientemente la Procuraduría General de la República (PGR) entregó restos de cuerpos identificados como víctimas de la guerra sucia que el gobierno mexicano emprendió en la década de los setenta contra organizaciones de oposición, en este caso de guerrilleros. De esta manera se está reconociendo oficialmente que existieron desaparecidos y ejecuciones extrajudiciales (Olivares, 2007: 10). Los cuerpos se devolvieron no sin antes amenazar con que de haber prensa presente esto no se realizaría. La demanda de entrega de cuerpos tiene razones de memoria: tener el cuerpo de un ser querido es tener aquello que se ha de recordar y depositarlo en un sitio, panteón, lápida, urna. Tener un sitio donde el cuerpo es depositado, es tener un sitio para la memoria. No tener el cuerpo y un sitio donde confiarlo es no tener un sitio para el recuerdo de esa persona. La entrega de cuerpos se hace apremiante y necesaria, porque sin ellos los familiares de los desaparecidos no podrán conmemorar y entonces sus vidas estarán ocupadas por el olvido, y un trozo de su identidad estará vacío. Desaparecer personas y luego negar la entrega de sus restos es a lo que se le denominó “guerra sucia”. Y sucio etimológicamente significa “húmedo”. Y la humedad incomoda. Los huecos o vacíos en las familias y en las sociedades son incómodos. Y una sociedad como la nuestra no se merece eso.


Bibliografía

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*Tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.

[1] Cada civilización, cada sociedad encuentra su identidad “cuando un poeta compone su mito fundador”; “cuando, en una sociedad, una censura cualquiera borra una parte de la memoria, sufre una crisis de identidad” (Eco, 1998: 236).


[2] “Escribo sobre mi piel y no sobre las de otros que responderían por mí, como Bonnard ha pintado sobre la suya y la expone sin vergüenza. Descifro mis arrugas, marcas del tiempo, escritas con estilo. El alma frecuenta este cuero recubierto de inscripciones” (Serres, 1985: 96). Puede ser que a eso haga referencia eso de que un recuerdo se encuentra "a flor de piel". “La emanación de tu cuerpo, en mi idioma, antaño, se llamaba espíritu” (: 228). En el lenguaje actual se denomina aroma.


[3] En México, el cementerio se traduce como panteón, y panteón originalmente es “templo dedicado a todos los dioses”, por eso es que ahí se enterraba a los gobernantes que, en algún momento de la cultura mesoamericana, eran los que establecían el puente entre los mortales y los dioses (Florescano, 1987), y ya muertos ascendían a otras tierras. Entre los años 5000 a 25000 a. C. (etapa Lítica: protoneolítico) los cuerpos eran enterrados en cuevas y a las orillas de los lagos, acompañados de artefactos como huesos y flechas; entre el 200 a. C y el 200 d. C la práctica se modifica y los muertos son enterrados bajo las casas, en los patios y en las entradas. Los más distinguidos de las comunidades tenían derecho a las denominadas “tumbas de tiro o cámaras”, y eran acompañados por sus sirvientes para la atención personal: las tumbas de la nobleza eran más vistosas y el ritual funeral más complejo, como puede advertirse en las tumbas de Monte Albán. Luego entonces, los panteones, desde tiempos antiguos, son lugares y monumentos de la memoria, al indicar épocas y pensamientos de una sociedad.


[4] Para Candau (1998) los artefactos no son sino “extensiones de la memoria”, desde las pinturas prehistóricas hasta los símbolos y la escritura, pasando por el lenguaje: sólo permiten extender la memoria. Cuestión que en el presente trabajo no se comparte, en tanto que se asume que los artefactos son constitutivos de la memoria misma.


[5] La antropología tiene razón al esgrimir que “la palabra del informante vale tanto para el presente como para el pasado” (Auge, 1992: 17).


[6] Hay varias cuestiones en torno al testimonio: a) los obstáculos, como el no poder narrar o el silencio deliberado, es decir, el “límite de lo decible”; b) qué decir, esto es, huecos y vacíos que se producen, lo que puede y no decirse, lo que tiene sentido para quien escucha y quien narra, c) los efectos que estos testimonios producen en la sociedad, el entorno en que se manifiesta (Ricoeur, 1999c).


[7] No obstante, habrá que señalar que el testimonio, a pesar de que lo exprese una persona, es visión de una experiencia colectiva, hay un sujeto plural en la narración: hay una experiencia que socialmente se experimentó. El testimonio es de alta importancia en los asuntos de la vida cotidiana; es algo que re incluye en la conversación: al preguntar a una persona quién es, nos contará una pequeña historia (en el sentido de relato). Ahí está el testimonio. El testimonio es una huella, el relato de que algo sucedió, existió (Ricoeur, 1999a). Cuando se dice que algo sucedió se plantean tres cuestiones: a) la presencia en el suceso del que narra; b) solicita credibilidad sobre lo que narra. Se solicita confianza, y entonces la memoria se comparte: “el recuerdo de uno es ofrecido al otro, y el otro lo recibe” (: 27), c) si no hay credibilidad en lo narrado, se puede recurrir a otro testimonio o narración. Es de esta forma que el testimonio “traslada las cosas vistas a las cosas dichas, a las cosas colocadas bajo la confianza que el uno tiene en la palabra del otro” (: 27).


[8] “No hay que preguntarse si un relato se parece a un acontecimiento, sino si el conjunto de los testimonios, confrontados entre sí, resulta fiable. Si ése es el caso, podemos señalar que, gracias al testigo, hemos ‘presenciado’ el acontecimiento contado” (Ricoeur, 1999c: 79). “Antes de ser elevada al rango de relato literario o histórico, la narración se practica primero en la conversación ordinaria en el marco de un intercambio recíproco” (: 20), y se hace mediante el uso de la lengua común.


[9] Lo que abre el espíritu es bueno para la memoria. Y uno de esos elementos es la oreja que es de acceso directo, por eso es que muchas religiones le dan gran importancia al oído, por eso se esmeran en instruir en escuchar: el recitado en voz alta era esencial en el cristianismo durante largo tiempo. En otros tiempos, por ejemplo los de Rabelais, se habla de “vino de oreja”, refiriendo el vino de verdad, de ahí que “tomar vino es una oreja es tomar vino de memoria” (Candau, 1996: 25).


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