Escribir en la universidad: sangre sanguis/sangre crúor*
Esta intervención (de 15 minutos) es una miscelánea ordenada (hasta un punto) de tres tipos de conversaciones: conversaciones escuchadas en el papel del testigo, el relator o el secretario, conversaciones charladas en el papel del amigo, del colega, del estudiante o del profesor y conversaciones leídas, en el papel del lector de libros y páginas escritas tanto por vivos, como por muertos.
He llamado a estas conversaciones “hechos de la vida real”, con el fin de vivificar y dar valor, primero ante mí misma y luego ante ustedes a tres diversas fuerzas emanadas en el tiempo a causa de haber escuchado, hablado y leído estos hechos.
Siendo la primera de estas fuerzas, la sospecha, siendo la segunda, la violencia y siendo la tercera, la utopía, es justo que nombre el objeto a propósito del cual, hoy, mis estudiantes y yo misma hemos impugnado dos actividades en nuestras clases de arte: la lectura y la escritura. No toda clase de lectura y escritura. Específicamente una: la que nos enseñaron en la Universidad. Sobre esa clase de lectura y escritura, contra esa clase de lectura y escritura, por esa clase de lectura y escritura, presento en este momento y en reciprocidad completa con mis estudiantes, mis colegas y la estudiante que fui yo misma, una visión hiperbólica de los motivos por los cuales, repudio, desairo, abomino y resisto con uñas, dedos, saliva, lengua, faringe, cuerdas vocales y otras partecillas La Escritura hoy en las escuelas de arte.
Hechos de la vida real: la sospecha
Adriana Cavarero espeta en la cara de la filosofía una demanda: Que sea quebrada la palabra logos. Lo dice, lo pide y lo argumenta, por cuanto todo vestigio del cuerpo queda extinto en la voz griega logos. Propone una voz latina: vox. ¿Por qué hace esto? Porque, al leer a Calvino, ella, Adriana, logra escuchar el canto de la mujer capaz de sacar de su amarga parálisis supra-auditiva al Rey, y ella, Adriana sabe entonces, que no hubo ni habrá filosofía ni pensamiento posible sin las carnes y las pieles internas, húmedas, palpitantes y jugosas de las cuerdas vocales de una garganta que yerga un sonido tal: logos. Mi garganta dice logos. Entonces Cavarero reclamará una vindicación del cuerpo que hace posible todo pensamiento, toda palabra. Ella reclama, el sonido de su voz. Lo anterior en torno a For more than one voice de Adriana Cavarero y a propósito de Un Rey escucha, de Ítalo Calvino.
Francisco Lyotard, hermano por media sangre de Francisco Kafka cita a Blanchot: Noli me legere. No me leerás. Y escribe: “Nadie sabe escribir. Cada cual, sobre todo el más “grande”, escribe para atrapar por y en el texto algo que él no sabe escribir. Que no se dejará escribir, él lo sabe”. Francisco Lyotard, puso a Jaime Joyce en su hombro derecho y lo soportó, hasta el final. La quebradura que esto causó en Francisco Lyotard produjo las siguientes ideas: Las antiguas genealogías romanas y judías escritas en voz de mando con las iniciales de los nombres masculinos en versalitas y sobre piedras y mármoles, son la consecuencia de un profundo deseo por engendrarse, autoengendrarse los unos a los otros sin pasar por el cuerpo de la mujer. La lengua, es una agua ramera, imagen de esa mujer, que estorba la perfectísima genealogía masculina. Francisco Lyotard escribió: “La casa Femenina le es inútil, incluso, nefasta. Más, ¿Cómo no decirle si al agua de la lengua? (…) inscribe en ella lo que ella no podría alcanzar: no puede hacer que la corten (…) Lacera la lengua. Ella se cierra de inmediato sobre su estiletazo”.
Tal vez, un día Francisco Lyotard, tomó un libro de cuentos de Francisco Kafka y leyó En la Colonia Penitenciaria. De esta manera se dio un vínculo de sangre entre los dos, hermanando por vía sanguínea a los dos autores. Esta hermandad, le valió a Francisco Lyotard el concepto de Prescripción, compleja palabra, pues, por un lado denota una escritura anterior a, y por otro, una escritura caduca, vencida. Groseramente yo diré que Lyotard dijo, que Kafka dijo, sabiéndolo o no que: El cuerpo es anterior a la ley. La ley lo sabe. La ley añora el cuerpo. Pero el cuerpo es indómito a la ley. El cuerpo es sanguis vida, rosa, azul, cetrino, rocío. La ley es escritura; y no pudiendo poseer el cuerpo, le corta, le lacera, le tritura, le homenajea a través de la crueldad. Aquello que obtiene a cambio de su teatro de crueldad, es Crúor, sangre muerta, costra en el papel. Lo anterior a propósito de Lecturas de Infancia de Francisco Lyotard.
Francisco Kafka, mi hermano. Escribió Ante la Ley. Una página y unos renglones. De ellos, citaré:
-¿Qué quieres saber ahora? –Pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley –dice el hombre-; ¿Cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
Hechos de la vida real: La Violencia
W.C. presentó su trabajo de grado para optar al título de Maestro en Artes Plásticas de la Universidad Nacional de Colombia. Él se negó a presentar el texto monográfico que por rigor debe ser entregado a los jurados evaluadores de la Escuela. Cuando le preguntamos por qué lo hacía, nos dijo: Tienen que ver mi trabajo primero. No puedo, no puedo darles nada escrito antes. Tengo que presentar mi obra desnuda, vulnerable. Gustavo Zalamea era uno de los jurados evaluadores. Entró desdeñoso y malmirado. Comenzó a hablar de la ausencia del texto, de la falta de sentido de la obra y de la irresponsable, perezosa y desafiante no entrega del texto. W.C. es, de facto, uno de los mejores escritores y pensadores que yo conozco. ¿Por qué no entregó el bendito texto? W.C., estaba poniendo a prueba su ideología política respecto a la naturaleza de las obras de arte contemporáneas y a la manera en la cual éramos evaluados y codificados en la Universidad. W.C., debatió gallardamente defendiendo su trabajo, pero la necedad del maestro Zalamea parecía mayor. Le dijimos entonces: Maestro, la escritura que ustedes nos piden para graduarnos, es igual a una pastilla anticonceptiva, usted la toma antes de venir al encuentro con nuestra obra y así se siente seguro, porque no pasará nada embarazoso entre usted y nosotros. Pero de esta manera, usted nunca dará a luz, nunca quedará preñado de ninguno de nuestros trabajos, y no habrá vida nueva en lo que hacemos. Queremos que usted venga a ver nuestras obras con la misma vulnerabilidad con la cual nosotros las creamos. Fue en ese momento, cuando el Maestro Gustavo Zalamea nos escuchó y notó un detalle en el espacio: todos los ejemplares de las monografías de los graduados de la Escuela de Artes Pláticas estaban en un anaquel, puestas unas al lado de otras, de espaldas, sin lomo; igual al hombre de la pintura de Friederich, de espaldas al espectador. W.C. obtuvo su grado, pero perdió toda posibilidad de ser premiado o candidato a beca. El Maestro Gustavo Zalamea se convirtió en nuestro amigo y hasta que partió, estuvo de nuestro lado.
J.M. estudió la Maestría en Teatro y Artes Vivas de la Universidad Nacional de Colombia. En el último semestre de la misma, presentó un boceto de su posible documento de grado. Cuando su directora de Tesis revisó el documento, halló una falla mortal. Una pieza de una página completa y un poco más, a doble espaciado y punto caligráfico por arriba del doce, había sido tomado de internet y no aparecía encomillado ni referenciado. Únicamente, había, después del fragmento una pequeña y ambigua frase: “Hecho científico”. La directora del trabajo no tardó en denunciar a J.M. por fraude ante el cuerpo colegiado de la Maestría y ante la Decanatura de la Facultad. En poco tiempo J.M. fue convertida en un paria entre nosotros, se le impidió ser evaluada por jurados y se le condenó a repetir el último semestre de la maestría. Seis meses después asistí a su discreta sustentación. No hubo ni un solo profesor de la Maestría con ella. No defiendo la locura antiestratégica de J.M., acuso a mis amados maestros, artistas, “creadores” de haberse convertido en un consorcio de jueces, en una corporación de castigo e ignorancia, al servicio de una fraudulenta relación entre el arte y la escritura, en la cual el arte utiliza la escritura para domesticar y doblegar aquello que en la obra quiere ser una fuerza libertaria. Para bautizar con aguas adulteradas un océano que ya Wittgestain nos había dado por heredad.
¡Era una Maestría sobre las artes del cuerpo! Habíamos leído a Nancy, a Ponty, habíamos oído las mortíferas frases de Castelucci; durante dos años, estudiamos la caída del texto en el Teatro, la palabra muda, la fuerza de lo innombrable, leímos a Nietzsche, la verdad, la mentira, la extra-moral. Pero cuando uno de nosotros, trastabilló, babeó, desportilló a ICONTEC, los maestros artistas, tornáronse en oficinistas del estado.
Durante unos años trabajé al servicio de la dirección del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional, de manera que mis jefes eran la crema innata de investigadores duros y viejos de la arquitectura, la música y la historia del arte en Colombia. Una vez mi gran jefe evaluó un proyecto de investigación propuesto por una artista profesora. Investigación-creación. Él dijo: ¿Usted entiende algo en este texto? Lo leí y le dije: Maestro, así escribimos los artistas. Él me dijo: Aquí no hay nada, esta cartilla no es un producto de investigación. Calificaré cero. Y así lo hizo. La artista-profesora era la misma quien fuera la directora de Tesis de J.M. Entonces recordé a Miguel Huertas diciendo: la universidad es el único lugar posible para la utopía. En mi pensamiento, le contesté a Miguel: No, no hay utopía posible, este es el lugar donde nos estamos aniquilando los unos a los otros, donde el pensamiento se torna mezquino y codicioso. Esta es la Colonia Penitenciaria de Kafka.
Hechos de la vida real: Utopía
Esta es la máquina de la Colonia Penitenciaria: Una máquina de dibujo para el cuerpo. Técnicamente, aquello que dibuja, es una escritura. Tatuaje; la máquina tatúa en el cuerpo el dibujo de una escritura. Una máquina para ejecutar presos en un reclusorio. El condenado es posado en un lecho al interior de la máquina. Las agujas de la máquina lo pican una y otra vez, siguiendo un patrón equivalente a un texto ingresado en el sistema mecánico por el operario de la misma. Las agujas pican hasta perforar y hacer sangrar, luego proceden a triturar los huesos. Por último, una aguja maestra penetra la cabeza y el chico muere.
Sabrán ustedes el resto de la historia. El extranjero pregunta al operario de la máquina:
"¿Conoce él su sentencia? (...)
Claro está, el operario responde:
-No, no es necesario, ya la conocerá en carne propia".
El detalle más doloroso es el analfabetismo del condenado. El atroz tatuaje inscrito en su cuerpo no es otra cosa que la Ley rota por él. Rompe la ley sin conocerla, pues no le ha sido dado el alfabetismo de la Ley, pero su carne, pletórica de sanguis, rosa, azul, cetrino, rocío, palpitante, cuanto más analfabeta, más deliciosa para la máquina de la ley, para la máquina escritora comedora de cuerpos quebratadores de la ley. Lacera la lengua, ella se recogerá sobre su estiletazo. Inscribe en ella la ley, esa es su pedagogía en la carne, la letra entra; la sanguis sale, pero ahora como crúor, costra, pústula, cortezuela y demás formas de llamar a los malos informes de gestión y artículos en revistas no indexadas que presentamos como operarios asalariados a las convocatorias universitarias. El costo es muy alto: ya no nos leemos entre nosotros, la letra de mi hermano va a morir en un anaquel de espaldas, su fruto será un punto salarial más y un renglón en el curriculum vitae.
Esta incompletísima y sesgada miscelánea presentada a ustedes es la directa consecuencia de: Leer en la universidad las lecturas de infancia de Francisco Lyotard + Leer en vacaciones la Colonia Penitenciaria y Ante la Ley de Kafka + las extraordinarias clases con Jorge Hernán Toro y Adriana Urrea + todos los acontecimientos clásicos de la vida en la Universidad + cientos de páginas redactadas por mí con muchas, muchísimas relatorías de reuniones de profesores en comités, consejos, asambleas, corredores, seminarios, simposios, cátedras y sustentaciones. Todo lo anterior en torno exclusivo al campo de las artes plásticas, visuales y performáticas, pues, es el mundo que conozco y al cual me es dado referirme.
En cuanto a la utopía, se requieren al menos otros quince minutos de miscelánea para exponerla, puesto que no puede ser menor que la sospecha ni la violencia. Pero esto no es posible en este momento. Leí recientemente los diarios de Francisco Kafka; desafortunadamente, al parecer, mi hermano murió sin ver una utopía para tanto dolor. Por otro lado, Francisco Lyotard si logra señalar con fuerza una salida: “La ley es una nota final al cuerpo”. La gracia que porta el cuerpo nunca podría ser exterminada, ni aun con la máquina. Porque la ley, siempre, siempre, siempre, llega tarde. Está prescrita. Vencida de antemano.
La utopía empieza por volver a leernos entre nosotros. Mis estudiantes sudan, se estresan, protestan fuman y compran café en oma, pero regresan al salón y se sientan a leer, combatiendo por la paciencia y la generosidad, todos y cada uno de los trabajos escritos por sus compañeros. Si logramos leernos entre nosotros, si de facto, logramos ¡leer! Estoy segura, que desensamblaríamos la máquina. Entonces y sólo entonces, en lo personal, yo creería en una escritura corpórea, plena de sanguis, rosa, azul, cetrino, rocío y en general, multicolor.
Es la estudiante furiosa y destructiva que fui, quien ha hablado hoy, pues, no soy investigadora ni profesional de la escritura. Estoy aquí porque algunos de mis amigos, con quienes hablábamos largamente sobre cómo carajos íbamos a escribir sobre nuestro arte, hoy son pensadores del cuerpo y de la escritura. Seguramente me han traído aquí para recordar los viejos tiempos de la universidad, los tiempos de la utopía.
*Tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.
La autora: Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia / buenaventurada@gmail.com