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Memorias encorporadas de la guerra*




Una conversación sobre otras formas de recuperar el pasado en nuestro contexto, procurando hacerlo por vías menos ortodoxas que reconozcan el papel central de las corporalidades en las que se inscriben las huellas que los acontecimientos dejan con el paso del tiempo, no puede dejar por fuera análisis en torno a las prácticas de violencia que los distintos actores han ejercido a lo largo del conflicto armado colombiano, y las maneras en que éstas han configurado los cuerpos individuales, comunitarios y sociales; e incluso, forzado la aparición de nuevas corporalidades.


Deberíamos preguntarnos por las maneras en que se producen, se instalan, se preservan y se rehabilitan las marcas que ha dejado la violencia en los cuerpos, y de qué manera la identificación de tales testimonios contribuye a prevenir la repetición de los hechos violentos, a reconstruir el tejido social y a fortalecer procesos de democratización. Y qué mecanismos en la reconstrucción de esa memoria histórica podrían propiciar la empatía entre quienes han sufrido en carne propia y quienes no, para posibilitar salidas al futuro construidas en conjunto.


Esta preocupación por las marcas del pasado -y el presente porque el conflicto no ha terminado, debe reconocer también que la memoria[1], “es un campo en tensión donde se construyen y refuerzan o retan y transforman jerarquías, desigualdades y exclusiones sociales” (GMH, 2009). Por lo tanto, es importante incluir cuantos protagonistas sea posible y cuantos métodos sean válidos para que esos nuevos relatos equilibren las versiones dominantes que hasta muy recientemente visibilizaban en su mayoría el papel de los victimarios y desconocían o disminuían la relevancia y el lugar de las víctimas.


Me gustaría presentar algunas reflexiones en torno a las memorias corporizadas o encorporadas del conflicto. Que si bien son inscripciones personales, intransferibles, vividas en primera persona, dan cuenta de los repertorios de violencia sistemáticos en contra de poblaciones, colectivos, y comunidades, y que por esto contribuyen a conformar memorias colectivas. Especialmente, me interesa develar las múltiples discapacidades que ha provocado la guerra y que han recibido una menor atención frente al impacto mediático de hechos victimizantes como el desplazamiento, las masacres o los asesinatos selectivos.


Estas discapacidades son testimonios que muestran una dimensión del conflicto que no se puede asir del todo en el formato del lenguaje, que no alcanza a recoger lo que la corporalidad y sus tensiones, sus afectos, están permanentemente guardando, olvidando, mutando sobre lo que ha sucedido.


Discapacidad y conflicto


La idea vigente de la discapacidad en el marco normativo colombiano, responde a un cambio de paradigma consolidado en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (Ley 1346 de 2009). Se entiende hoy que la discapacidad es el producto de las interacciones entre unas condiciones particulares (físicas, sensoriales, mentales, cognitivas) y su entorno económico, social, cultural, arquitectónico, familiar, etc.


Se reconoce que la experiencia de la discapacidad no es una sola. Y se identifican cinco tipos:


- Discapacidad Física: se refiere a personas con movilidad reducida y que encuentran barreras para movilizarse de forma autónoma e independiente.


- Discapacidad Sensorial: Personas que presentan afectaciones completas o parciales en los sentidos, y que encuentran barreras para comunicarse en igualdad de condiciones.


- Discapacidad Intelectual: Personas cuyo proceso de pensamiento, aprendizaje y adquisición del conocimiento varía con respecto a la mayoría, en tiempos, ritmos y formas.


- Discapacidad Psicosocial: Personas cuyas funciones o estructuras mentales dificultan su interrelación y el desarrollo de actividades esenciales de la vida cotidiana.


- Discapacidad Múltiple: Cuando están presentes dos o más condiciones de las mencionadas.


Las acciones de los actores en el conflicto generan tales condiciones para sus víctimas que producen todas y cada una de las anteriores discapacidades.


Un estudio de algunos casos del archivo del “Programa de Atención Jurídica y Psicosocial a Víctimas de Minas” del Instituto Pensar de la Universidad Javeriana en Bogotá, me ha permitido comprobar que tanto las minas antipersonal, como los artefactos explosivos improvisados, las municiones abandonadas sin estallar, los disparos (dirigidos o “perdidos”), los actos terroristas, las torturas, los desplazamientos, o las masacres; son causantes de profundos impactos temporales y permanentes, en quienes viven directamente la confrontación armada.


A pesar de que Colombia[2] es Estado parte de la “Convención sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonales y sobre su destrucción”, son éstas sin duda la principal causa de discapacidad por conflicto. De acuerdo con el reporte anual internacional (Landmine Monitor 2012), Colombia se encuentra entre los seis países[3] del mundo en los que grupos al margen de la ley continúan usando estas armas no convencionales. Y de los diez países con 100 o más víctimas reportadas por año, ocupa el tercer lugar, después de Afganistán y Pakistán.


La relación entre discapacidad y conflicto está lejos de ser azarosa, no es producto del “accidente”. Muestra de una forma contundente y dramática, la distribución de la violencia en el marco de las disputas entre los grupos armados. Se ha desarrollado toda una economía en la que unos cuerpos importan más que otros en términos de Butler (2002). Hay claros sistemas de administración de la vida y de la muerte, unos mecanismos biopolíticos y necropolíticos si se quiere (Braidotti, 2007), que distribuyen las afectaciones de la guerra de forma consciente, planeada desde la estrategia de expansión militar y financiera.


Cruzando discriminaciones históricas, esta distribución de la violencia coincide con una precariedad previa. Producto de unas desigualdades sociales sostenidas a lo largo del tiempo, son unos sujetos más que otros, sobre quienes se hace posible la reproducción de actos sistemáticos de opresión, de violencia, de martirio continuo[4]. Podría pensarse que es la crueldad sobrepasando los límites de lo absurdo, pero no puede perderse de vista la lógica e intencionalidad que soportan estos ataques.


En el caso de las minas, además de ser usadas para proteger territorios de dominación, atacar a la fuerza pública, cercar el acceso a áreas de importancia estratégica, evitar y retrasar la reconstrucción de infraestructura; están siendo usadas para contrarrestrar la erradicación de cultivos ilícitos (Monitor, 2012:13-14). Éste uso, afecta de manera especial a las víctimas civiles, que a causa de las dificultades que atraviesa el sector agrícola han debido emplearse como erradicadores manuales a pesar del alto riesgo que esto implica.


Según el Programa de Acción Integral Contra Minas -PAICMA, de las 240 víctimas civiles de minas registradas en 2008 y 2009, 123 fueron erradicadores manuales de coca. Estas víctimas provinieron de 12 municipios, 6 de los cuales[5] representaban entre 75% y 100% de todas las víctimas civiles de minas registradas (Monitor Colombia, 2011). En general, la mayoría de las personas afectadas por minas en Colombia provienen de zonas rurales, siendo los hombres adultos el grupo más numeroso. Cuando se adquiere una discapacidad por conflicto, en la subjetividad que ya hacía parte de lo marginal, se configura una nueva corporalidad con “discapacidad”. Idea que históricamente también ha estado atravesada por concepciones y prácticas de exclusión, frente a la normalidad, la belleza, la funcionalidad, la sexualidad, o la productividad. Esto acarrea agregar una variable a esas condiciones iniciales de desventaja:


“En la lógica de la fractura, entonces, el fenómeno del daño, la muerte y los dispositivos de agregación del dolor aparecen como un mecanismo de reproducción de las diferencias preexistentes, expresando una distribución desigual de “la precariedad de los cuerpos” y la explotación de su vulnerabilidad” (Franco, 2013:10)


Se presenta entonces una contradicción entre la concepción desde los derechos y desde la producción social de las restricciones que puede enfrentar una persona cuya corporalidad no responde a los patrones normativos de la mayoría; y la vivencia del horror y sus consecuencias. Esto no significa que no se deban reconocer y alentar las prácticas rescilientes que les permiten a las personas que adquieren discapacidades, continuar sus proyectos de vida en condiciones físicas, sensoriales y/o mentales distintas. Significa que esta “diversidad” representada en una nueva configuración de la corporalidad con discapacidad representa un dilema que no se resuelve fácilmente.


Por un lado, deben reconocerse los impactos que la guerra ha dejado y atender esas discapacidades de forma efectiva y diferenciada. Desde la ayuda humanitaria primaria, hasta completar el proceso de reparación integral, pasando por la atención psicosocial adecuada que deberían recibir las víctimas del conflicto in situ[6].


Esto implica develar esas marcas y reconocer a esos cuerpos como testimonios vivos de la guerra, territorios donde también se ha inscrito la violencia. El desafío para la construcción de memoria histórica es proponer formas en que se pueden dar pasos para la formación de memorias colectivas a partir de esas experiencias individuales e irrepetibles. La propuesta debería ser asistir a un testimonio encorporado que reclama recordar ciertos relatos que no pueden ser capturados bajo los datos estadísticos de las cifras de víctimas/sobrevivientes, accidentes/incidentes, asistidos/protésicos. Entre otras cosas, porque las cifras son mucho más que formatos pueden convertirse en formas mismas de legitimación, atravesadas por el control y la propiedad de la información (Paul Connerton, 1989).


Dejar que el cuerpo mutilado hable y enuncie en su propio lenguaje sus potencias y afecciones puede abrirnos una dimensión distinta acerca de las marcas que el conflicto ha dejado en nuestra sociedad, lo que nos permitiría dimensionar también el dolor que debemos enfrentar procurando la cicatrización de esas heridas abiertas. Procurar y permitirnos la empatía en el sentido de una solidaridad moral, no para sufrir con el otro, y quedarse en la conmiseración. Si no para hacer conjuntamente apuestas de futuro, respetuosas de las diferencias y de los costos que cada parte ha asumido en esta guerra.


Por otro lado, debemos distinguir de qué maneras esas memorias encorporadas de la violencia pueden confrontar las concepciones trágicas de la discapacidad, de serias y ambiguas repercusiones en la idea de sí mismo que surgen a partir de la recuperación y el reintegro o no a las actividades en las que cotidianamente se estaba involucrado. Estos cuerpos podrían, por ejemplo, instalarse en otros significados, si lograran llevar a cabo acciones que pudieran convocarles a otras subjetividades que sin desconocer su historia, les dieran herramientas para la producción de una nueva materialidad (Butler, 2002). Una en la que se pudieran trastocar los órdenes de desigualdad y discriminación que seguirán presentes aún después de la terminación del conflicto, si no nos damos a la tarea de reconstruir el tejido social sobre bases más justas. Una en la que fueran también memorias encorporadas de la resistencia.


Bibliografía

  1. Butler, Judith (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Paidós.

  2. ____ . 2006. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós.

  3. Connerton, Paul (1989). How societies remember. Cambridge: Cambridge University Press.

  4. Franco, Agélica (2013). “Daño y reconstrucción de la cotidianidad en covíctimas y sobrevivientes de minas antipersonal en Colombia” en Revista Nómadas N° 38. Bogotá: Universidad Central.

  5. Grupo de Memoria Histórica (2009). Recordar y Narrar el conflicto. Herramientas para reconstruir memoria histórica. Bogotá: ASDI, UNIFEM, MAPP OEA, USIP.

  6. Landmine and Cluster Munition Monitor (2012). International Campaign to Ban Landmines. Recuperado del sitio web: http://www.the-monitor.org/lm/2012/resources/Landmine_Monitor_2012.pdf

  7. Médicos Sin Fronteras (2013). Las heridas menos visibles. Salud mental, violencia y conflicto armado en el sur de Colombia. Recuperado del sitio web: http://www.lekari-bez-hranic.cz/cz/downloads/InformeColombia_Junio2013.pdf

  8. Monitor de Minas Colombia (2011). International Campaign to Ban Landmines. Recuperado del sitio web: http://es.scribd.com/doc/114218088/Monitor-de-Minas-2011



[1] Sería mejor “memorias”. En plural, porque no se trata de un discurso unívoco que nos recoja a todas las personas, son construcciones desde diversos lugares y voces. Mucho menos es una historia oficial y en mayúscula.


[2] De acuerdo con el artículo 5 del Tratado, los estado partes están en la obligación de limpiar sus territorios de minas. En el caso colombiano, inicialmente el plazo para hacerlo eran 10 años contados a partir de la ratificación y entrada en vigencia del tratado, es decir que se venció el pasado 1° de marzo de 2011. Colombia solicitó en 2010 una prórroga de 10 años más para cumplir el compromiso, esta fue aprobada y extendió el plazo máximo para completar el desminado al 1° de marzo de 2021. Pocas son las posibilidades de cumplirlo mientras no se de por terminado el conflicto y se continúe su uso por partes de los actores ilegales.


[3] El grupo está conformado por: Afganistán, Myanmar, Paquistán, Tailandia, Yemen y Colombia.


[4] Ha habido denuncias de cómo las personas sobrevivientes a MAP y sus familias o familiares de víctimas mortales, son asediadas por la guerrilla para que paguen el valor de la mina. Teniendo en algunos casos que desplazarse ante la imposibilidad de pagar.


[5] Puerto Asís, Valle del Guamez, Tarazá, Anorí, Puerto Libertador y Tibú. Lugares en donde en su mayoría es posible trazar la continuidad y exacerbación de las problemáticas sociales hasta hoy.


[6] Ver las recomendaciones del Informe “Las heridas menos visibles. Salud mental, violencia y conflicto armado en el sur de Colombia” de Médicos Sin Fronteras, 2013.



*Tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.


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