Pentecostalismo y corporalidad: desposesión y empoderamiento en las nuevas espiritualidades ...
RESULTADO DE INVESTIGACIÓN: Proyecto de investigación: “Dispositivos de Producción de Subjetividades Juveniles Universitarias”- Departamento de Formación Lasallista de la Universidad de La Salle, Bogotá, Colombia
Resumen*
La investigación sobre los fenómenos religiosos aún recurre a explicaciones cientificistas que lo reducen a meros correlatos simbólicos de la dominación, realzando su funcionalidad con respecto al poder y opacando su dimensión espiritual como concepción colectiva de la realidad. En el nivel antropológico, es claro que las religiones de la modernidad tardía exhiben rasgos propios de culturas ancestrales que renacen entremezclándose con nuevas ofertas de sentido, para conformar híbridos históricos que no sólo representan válvulas de escape y alienación frente a las rutinas de la industrialización, sino también y especialmente representaciones holísticas de la realidad que instauran en la conciencia colectiva nuevos modos de subjetivación y de auto-representación de los actores sociales. Tal es el caso del pentecostalismo latinoamericano, en el que las herencias africanas e indígenas se entremezclan con el cristianismo católico y la renovación protestante para conformar nuevos escenarios de creencia en los que emergen representaciones del sujeto que amenazan las estructuras de significación tradicional de la jerarquía entre espiritualidad y corporalidad, por ejemplo, como uno de los fundamentos simbólicos de la desposesión religiosa del laicado.
Palabras claves: Pentecostalismo, corporalidad, empoderamiento, cosmovisión, América Latina.
La investigación cultural se ofrece hoy sobre un abanico amplio de posibilidades, en tanto aborda configuraciones de la identidad que atraviesan demarcaciones religiosas, políticas, artístico-expresivas y económicas, en sus lógicas concurrentes de representación y construcción de la realidad. Sin ánimo de pretender exhaustividad hegemónica de un paradigma, es claro que la estructuración cotidiana de las concepciones apunta también hacia la arista simbólica de la sujeción discursiva como escenario de la forja identitaria y de la emergencia del sentido existencial individual/colectivo, sin que la macro-contextualidad de los ciclos profundos de la historia agote la explicación del actuar humano (Agamben, [1987] 2001). Por el contrario, la comprensión genuina del acontecimiento, en tanto reconciliación con la historia, sugiere la profundización reconstructiva en la singularidad y la apreciación contextual simultánea para rastrar las atmósferas vitales e interpretar sus significaciones a la luz del devenir del presente (Arendt, 2005).
Por lo tanto, la develación de las relaciones de poder que subyacen al acontecimiento -innegable operación heurística de las ciencias sociales-, no agotan con exhaustividad lo explicativo de la realidad social, ya que el determinismo implícito en esta posición opacaría las atmósferas cotidianas en las que el agenciamiento de la conducta se desenvuelve dentro de variadas atmósferas inter-subjetivas que estructuran la cotidianidad. Por ello, los aportes de las disciplinas convergerán en la reconstrucción histórica del fenómeno en su generalidad y a la vez en su singularidad -individuo histórico (Weber, Economía y Sociedad, [1922] 2008), para de ese modo contextualizarlo mediante una casuística de largo aliento que trascienda la coyuntura, pero simultáneamente lo re-conozca en la originalidad que encarnan las combinaciones que lo engendran.
Por supuesto, esta acción heurística que busca desentrañar la fenomenología de la realidad se opone con contundencia a las explicaciones tradicionales de los hechos que evaden la problematización de los sentidos intrínsecos a la experiencia. La ideologización de la explicación mítica del acontecer -el atemporal sentido común que ofrece facetas variadas y en enmarca cognitivamente la pertenencia cultural- constituye un invaluable promotor del control social, en tanto sus lógicas son significativas para la conciencia colectiva y promueven una espontánea unanimidad epistémica de bases emotivas y colectivas (Eliade, 2000). El racionalismo científico buscaría superar las inercias cognoscitivas de la tradición para superar las simplificaciones lógicas -aunque existencialmente muy significativas- y promover un rigor interpretativo que contraste permanentemente sus hallazgos con la historia.
Religión y Corporalidad como enunciación
La religión ha constituido un reino de representaciones que ha funcionado como acervo explicativo del mundo y como inagotable fuente de sentido existencial -cosmovisión- (Eliade, 1998; 2000). Como marco de la identidad, la representación de lo sagrado constituye un escenario fundamental de subjetivación que enmarca profundamente las relaciones con la realidad y las concepciones de sí del sujeto como ser social. En un nivel de psicología profunda, la religión resuena existencialmente para el sujeto no sólo como conjunto dogmático y sistemática deductiva que puede profesarse conscientemente en la forma de credo o recitación de la unanimidad espiritual, como si aquí se tratase de una cuestión de probabilidad de la existencia de lo sagrado. Por el contrario, la espiritualidad ilustra una dimensión cognitiva que estructura la percepción de la realidad por parte del actor cultural, y percepción en tanto atribución implícita de sentido a esa realidad en tanto orden, mundo en que la existencia humana cobra también significado trascendente. Ese sentido de la vida, reino propio de lo religioso, marca entonces la existencia humana en tanto experiencia significativa que se organiza como itinerario biográfico en el que los acontecimientos son incorporados a una narrativa trascendente,-problema de la teodicea, para Weber ([1922] 2008). Por ello, como relación del sujeto con el mundo, lo religioso instaura una modalidad particular de relación consigo mismo –subjetivación-, una concepción de su propia existencia que le inscribe como ser viviente a una totalidad trascendental en la que el mundo y todos sus componentes se ordenan tanto diacrónica como sincrónicamente.
Incluso, la cosmovisión como psicología cultural profunda estructura para el sujeto la interpretación de su auto-experiencia no exclusivamente en un sentido doctrinal-autoritario, en el cual las modalidades de definición de su disposición y dinámica vengan directamente dictaminadas por el mito o por la ortodoxia institucional. De hecho, esta forma de organización del poder cultural sólo la conocen sociedades en las que la cosmovisión religiosa ha alcanzado la forma burocratizada eclesiástica que mediante sus funcionarios sacerdotales fija más o menos sistemáticamente el cuerpo de las creencias en el dogma (Weber, Economía y Sociedad, [1922] 2008; Bourdieu, [1971] 2006). Por el contrario, la intuición trascendental de la realidad como mundo sugiere elocuentemente, mediante la fuerza de procedimientos lógicos deductivos e inductivos, representaciones de si para el sujeto en tanto ente proveniente de y articulado a ese orden trascendente del que participa ontológica y moralmente, de manera que su constitución como ser natural pensante se ve claramente delineada –representación/concepción- como orgánica y constituida por la realidad que le define (Graneris, 2005).
Por ello puede afirmarse que la enunciación misma de la corporalidad como instancia del sujeto remite unas coordenadas culturales cuya matriz es indudablemente semítica/platónica como escenarios de constitución del cristianismo occidental (Weber, Economía y Sociedad, [1922] 2008). La mácula dual que pende históricamente sobre la corporalidad como carne=pecado, por oposición definitoria a la espiritualidad=pureza, estructura culturalmente la percepción de lo sensorial como proveniente de un orden existencial espiritualmente inferior en tanto materialidad=creación sujeta a la degradación, mientras la espiritualidad del ser humano, perenne huella de su participación en el Creador, le instituye como ser no-perteneciente a este orden de la realidad (Pico della Mirandolla, [1486] 2004).
Si bien la separación entre alma y cuerpo no es exclusiva de la matriz occidental (Boorstin, 2008), es claro que en la revolución religiosa llevada a cabo por la religiosidad judía a partir de los profetas, y por su correlato platónico (Weber, Economía y Sociedad, [1922] 2008), inaugura en la historia unas modalidades de subjetivación que instauran con radicalidad un abismo ontológico entre el orden de lo corpóreo y de lo incorpóreo, como básica percepción de la realidad, de manera que las manifestaciones de la materialidad en esa ambigua creatura que es el hombre deban verse reprimidas moralmente como manifestaciones de una animalidad que misteriosa e insondablemente no le fue negada por su Creador (Agustín de Hipona, [412-426] 2011). Este dualismo cristiano se institucionaliza entonces en América Latina como parte de la difusión de la cosmovisión católica en tanto paradigma cultural dominante que derivó en discriminaciones aún a la orden del día de las culturas nativas y especialmente de las africanas, en tanto interpretadas bajo el signo inequívoco de la corporalidad=pecaminosidad=idolatría. En este escenario histórico cultural es bajo el cual el siglo XX contempla la transformación progresiva de una múltiple y abigarrada cosmovisión latinoamericana, gestada bajo el signo de un catolicismo en cuyo ropaje coexistieron durante varios siglos espiritualidades diversas de origen indígena y negro, y de abierto cuño sincrético (Bastián, 1997). Y es en este contexto en donde empiezan a emerger, dentro de ese proceso de diversificación del abanico espiritual latinoamericano, nuevas aristas religiosas en las que la corporalidad, en virtud a su inmediatez, constituye la instancia privilegiada de relación con lo sagrado, en franca lid con la burocratización eclesiástica en las que el sacerdocio se constituye en administrador exclusivo de los bienes de salvación (Bourdieu, [1971] 2006). En este marco, el laico gesta la posesión directa de la divinidad, posesión cuyos signos de garantía se exhiben no en un ritualismo protocolizado bajo el estamento aristocratizado del sacerdocio, sino en la incuestionada elocuencia de la corporalidad ahora santificada pero convertida en vehículo privilegiado del carisma (Stoll, 1990).
Pentecostalismo y renovación
Es por ello que la moralidad más estricta en materia de conductas sexuales puede convivir en el pentecostalismo con las más efusivas manifestaciones corporales, en especial como signo de su ritualidad constitutiva centrada en el éxtasis y en la posesión espiritual (Beltrán, De Microempresas religiosas a multinacionales de la fe, 2006). “Pentecostalismo" es en realidad la denominación otorgada a la dinamización carismática del cristianismo católico y protestante latinoamericano, en particular por su énfasis en la experiencia corporal del Espíritu Santo ("Pentecostés") (Bastián, 1997; Stoll, 1990). Pareciera que la diversificación del cristianismo en América Latina exhibe, como común denominador, esta intensificación creciente de los elementos experienciales y una subestimación progresiva de los logocéntricos (Mariz, 1995; Robbins, 2004). Ello sin duda promueve la interpretación socio-histórica de su ethos –desde la academia- como fundamentalmente tradicionalista y pre-moderno, en tanto se opone por ejemplo a la democratización del voto de opinión (Bastián, 1997), al liberalismo progresista de la secularización del Estado y a reivindicaciones recientes de diversidad confesional y sexual (Beltrán, 2007).
El carácter modernizador del pentecostalismo es por lo tanto altamente cuestionado en tanto sus aristas económicas y políticas (el habitus cognitivo y moral que engendra en sus creyentes) es altamente conservador y se inclina por la reproducción de las estructuras sociales tradicionales como baluartes de seguridad moral. Frente al trasfondo del actuar político de los misioneros protestantes en la Revolución Mexicana o frente al catolicismo de Liberación (Stoll, 1990), el crecimiento evangélico y pentecostal pone indiscutiblemente de relieve su propio moralismo doctrinario, espiritualista y emotivo para comprender el mundo. El diagnóstico se ofrece entonces con la fuerza de la evidencia, en tanto su carácter predominantemente extático subraya la irracionalidad expresiva, menoscabando el individualismo ascético históricamente modernizador -en tanto racionalista instrumental- del protestantismo anglosajón frente al catolicismo europeo (Weber, [1905] 2003).
Por supuesto, no puede negarse que esta caracterización de este movimiento religioso se encuentra también fuertemente corroborada por los hechos, en tanto no sólo la carismatización protestante sino la radicalización del laicado y su creciente apetito por los extremismos fundamentalistas, gesto presente también dentro de las diferentes tradiciones espirituales del subcontinente, testimonian a favor de la sugestiva hipótesis de la crisis de los presupuestos antropológicos racionalistas de la modernidad -y de la consecuente derivación de la emergencia de una modernidad tardía o una posmodernidad (Sanabria Sánchez, 2007). Sin embargo, es claro que el problema pentecostal así como algunas tendencias discernibles en el escenario religioso latinoamericano, plantean preguntas alrededor de la colectivización de referentes simbólicos que sustentan en la modernidad una estructura institucional individualista, como el voto de opinión racionalista frente a los desafíos que crecientemente le plantea el auge de la movilización corporativista, moralista e intransigente a la que apelan las plataformas políticas neo-conservadoras de más éxito. Es decir, la intensificación de los referentes emotivos y grupales ha dado paso a interpretaciones históricas que sugieren una transición a paradigmas menos centrados en el racionalismo individualista –y en su fundamento diádico cristiano occidental- y más orientados hacia la intuición fugaz y sensitiva como iluminación súbita de la verdad y como rechazo a un orden basado en el trabajo como aplazamiento de la satisfacción (Weber, [1905] 2003).
Ritualidad y cosmovisión
El pentecostalismo se ha caracterizado entonces por una actitud no enteramente monoteísta en su relación con lo sagrado, a pesar de originarse en la matriz cristiana protestante occidental (Bastián, 1997). Y ello puede afirmarse en tanto recurrentemente se involucra en prácticas inspiradas en matrices claramente politeístas en el contradictorio marco de una creencia estrictamente monoteísta. Esta especie de herejía constitutiva claramente apunta a comprensiones de este fenómeno desde una perspectiva centrada el monoteísmo más riguroso y un desencuentro profundo frente a su propia concepción del mundo (Stoll, 1990).
Esta herejía constitutiva claramente apunta también a matrices culturales africanas e indígenas dentro de la cultura religiosa latinoamericana (González, 1997). De esta manera, la actitud politeísta que se traduce en la posesión de espíritus y sus manifestaciones en prácticas exorcistas, taumatúrgicas y glossolálicas, claramente se emparenta, sino en las creencias, si en una concepción encantada del mundo en el cual éste se explica mediante la dinámica de fuerzas mágicas-sagradas que se encarnan en las divinidades y que constituyen significativamente los diversos acontecimientos de la realidad. Por lo tanto, allende las descalificaciones que el pentecostalismo y religiones neo-africanas (Umbanda, Santería, Candomblé) sostienen entre sí en el plano dogmático –lucha por la legitimidad de la revelación, de las prácticas y de las estructuras eclesiásticas-, es claro que su interpelación permanente ratifica insospechadamente una cosmovisión compartida que se opone al desencantamiento moderno del mundo, cosmovisión cuya pervivencia ilustra más que un anacronismo, la latencia de unos órdenes simbólicos que no se asimilaron a la secularización de las concepciones y que ahora parecen emerger con toda su fuerza para cuestionar en la prácticas los presupuestos cognitivos y antropológicos de la modernidad[2].
Así, la corporalidad en vista con sospecha por la tradición cristiana también por su significado de resistencia frente a la regulación sacerdotal, en tanto portadora de mayores grados de espontaneidad en sus manifestaciones (González, 1997). Como tal, el énfasis litúrgico renovado en la corporalidad encarna el sentimiento religioso y lo encauza por fuera de las gramáticas instituidas de la ceremonia eucarística o conmemorativa, abriendo la posibilidad de la posesión directa e incuestionada de lo sagrado por fuera de la mediación institucional. Incluso, como garantía soteriológica, el Bautismo del Espíritu Santo pierde su carácter accesorio como corroboración de la santidad y se convierte en bien espiritual de primera importancia, en tanto traduce la salvación y la santificación –importantes salvaguardas psicológicas, por supuesto- en bien intra-terrenal, es decir, en emocionalidad litúrgica desbordante que le otorga sentido a la vida no sólo como eslabón en el camino hacia la eternidad bienaventurada, sino como felicidad inmediata traducida directamente en los globalizados signos del éxito de la sociedad de consumo (Robbins, 2004).
En el pentecostalismo, el cristianismo protestante y católico se encuentra con las culturas nativas que en el occidente cristiano fueron rechazadas como paganismo, en especial por su relación con la naturaleza en la forma de intercambio de adoración por bienes, y por sus formas extáticas y altamente corporales de culto. En el pentecostalismo, la sublimidad ética y espiritual del credo cristiano –dios se entrega a sí mismo por la salvación de la humanidad pecadora- es integrada a una cosmovisión animista que le es ajena al monoteísmo semítico estricto en que ese credo fue históricamente gestado. Como experiencia de lo sagrado, tal dogma fundacional del cristianismo fue interpretado ya desde la colonización española de América como manifestación alternativa de una espiritualidad que en los pueblos nativos (americanos y africanos) se expresaba directamente en la naturaleza, es decir, en todo lo existente, y necesariamente sus súbitas manifestaciones tenían que pasar por el cuerpo en la modalidad del trance extático, ya que el cuerpo constituye para estas culturas ancestrales un escenario más de lo sagrado en la naturaleza, y no sólo un rezago carnal de la Creación sujeto al pecado y a la degradación.
Esta disonancia entre las concepciones del mundo inherentes al cristianismo y a las religiones nativas amerindias y africanas se expresa en el pentecostalismo en la coexistencia entre las apelaciones doctrinales a la fidelidad monoteísta y la incursión politeísta de las prácticas de fe. La pentecostalización litúrgica del cristianismo latinoamericano atestigua de esta manera sobre la persistencia y la re-emergencia de cosmovisiones ancestrales que habían permanecido opacadas dentro del abigarrado universo del catolicismo popular, ahora transformándose hacia las opciones más carismáticas de la renovación protestante y católica, modalidades espirituales éstas que contrarrestan la desposesión de competencias religiosas que la estructura eclesiástica había instaurado con la división del trabajo religioso entre especialistas y legos (Bourdieu, La Distinción: criterios y bases sociales del gusto, [1984] 2000). La intensa emotivización del culto evangélico y católico a la que suele referirse como pentecostalización, con sus posesiones y exorcismos, sanaciones y efusividad de lenguas humanas y angélicas, mediada por danzas y cánticos de ritmos recurrentes y melodías cadenciosas, indudablemente gira alrededor del empoderamiento del creyente de su capacidad de agencia espiritual para acceder a los bienes de salvación, sean éstos de naturaleza extra o intramundana[3].
Conclusiones
La emergencia entonces de una nueva subjetividad religiosa parece entonces constituir una consecuencia de este proceso de transformación del escenario religioso latinoamericano, y en particular del universo cristiano cuya pentecostalización creciente indudablemente ejercerá importante influencia sobre los referentes simbólicos e identitarios de las naciones tradicionalmente caracterizadas por un catolicismo mayoritario. La re-estructuración de las representaciones de la creencia se entroncan poderosamente en la revaloración positiva de las tradiciones ancestrales, como señala Huntington (1997) para el giro cultural internacional posterior a la segunda guerra mundial, y que Kevin Robins describe como:
“El temor de que los principios disolventes de la modernización fueran fatales para la cultura histórica. La occidentalización parecía amenazar todo, en especial el sentido. En consecuencia, se produjo una reacción cultural que implicaba la reafirmación de orígenes y tradiciones. Hubo una vuelta al lenguaje de la “autenticidad” que, como otras formas de esencialismo, propone una identidad cultural “idéntica a sí misma, con una continuidad esencial a lo largo del tiempo y postulada como fundamentalmente distinta de otros sujetos históricos. Adonis la describe en términos de regresión a una “relación fetal” con el pasado tradicionalista”. Pero el pasado, desde luego, no puede recuperarse; la cohesión y coherencia de la cultura constituyen siempre un ideal imaginario que no puede reconstituirse. Esta retirada compensatoria y protectora a la clausura de la tradición representa de hecho “una dependencia del pasado, para compensar la falta de actividad creativa por medio del recuerdo y la reviviscencia” (2011, pág. 110)[4].
Este giro tradicionalista a nivel global en materia de identidades culturales, podría decirse que se entreteje en América Latina con la renovación religiosa carismática que re-inventa las tradiciones ancestrales dentro del escenario de la cultura pop y los lenguajes de la industria cultural, pero extrayendo esas espiritualidades de sus marcos tradicionales de sentido para depurar de su simbología la experiencia, indudablemente constitutiva de su visión del mundo, de la posesión directa e indiscutida del carisma, evidenciada en signos de emotividad corporal que rechazan abiertamente los códigos aristocráticos de socialización occidental basados en la represión de las emociones y de sus expresiones corporales (Elías, 1980). La sublimidad del gesto apenas como sugerencia sutil de las pasiones, muy instituida en la etiqueta estamental nobiliaria y burguesa occidental, es remplazada aquí por la incursión litúrgica directa en formatos expresivos altamente corporales y pasionales, inspirados no tanto en un desenfreno pulsional reprimido por las estrictas rutinas de la sociedad industrial –diagnóstico verdaderamente instituido por una exégesis académica inspirada en su irrenunciable deseo de la realización a ultranza del cosmopolitismo ilustrado como sinónimo de la modernidad,- sino especialmente en la positividad de la existencia de formatos estéticos de raigambre no occidental que han subsistido latentes en la cultura religiosa popular latinoamericana (Bastián, 1997) y que ahora re-emergen dentro de formatos carismáticos cristianos cuyas modalidades doctrinales y de culto los promueven expresamente.
Incluso, puede decirse que la moralización estricta de las conductas sexuales que acompaña indiscutiblemente al converso a las espiritualidades carismáticas, se basa difícilmente en consideraciones exclusivamente doctrinales. Por el contrario, esta fuerte ética del comportamiento se emparenta con la experiencia directa de la presencia de Dios, movilizada, tanto en el culto como en los espacios de devoción personal, a través de canales musicales consonantes con sus tonalidades espirituales distintivas. Inclusive, podría decirse que la más importante instancia de corroboración de la fe pentecostal -en tanto aseveración de sus dogmas fundamentales, como la existencia misma de Dios, y de la legitimidad escritural de sus prácticas ascéticas y místicas- reside tal vez en sus liturgias, éstas especialmente concebidas para la propiciación eficiente de la emotividad grupal y de su poderosa persuasión psíquico-sensorial de la indiscutible tangibilidad del cuerpo colectivo, emotividad por supuesto hierofánicamente interpretada como corroboración de la realidad de lo sagrado (Durkheim, [1912] 2007). A partir de la constitutiva experiencia del contacto directo e inmediato de la presencia de Dios, el creyente pentecostal opta por estructurar su estilo de vida, caracterizado por una ética rigurosa en lo que a la corporalidad se refiere, en consonancia con esa revelación, paradójicamente mediada por el cuerpo físico, individual y colectivo. Esto por supuesto nos permite comprender la centralidad de la emotividad litúrgica grupal e individual que exhiben los nuevos movimientos religiosos de inspiración carismática, emotividad recurrentemente buscada en la forma de renovación o avivamiento como signo distintivo de estas espiritualidades en tanto salvaguarda indispensable de su matriz identitaria y de su híbrida concepción del mundo.
Es bastante frecuente que la opinión pública local, tanto católica como secular, testimonie con frecuencia y sin saberlo su capacidad para comprender la conversión a espiritualidades carismáticas con su despectiva apelación a ella con la metáfora del “lavado de cerebro”, la cual está usualmente muy relacionada con observaciones materialistas simplificadoras de la realidad, en tanto reducen esas espiritualidades –en lo que convergen con ciertos diagnósticos académicos- a epifenómenos psicológicos de la dominación basados en la desesperación de la precariedad material[5]. Pero si algo es claro en lo que respecta al pentecostalismo protestante es que difícilmente puede atribuírsele connotaciones causales contundentes al poder persuasivo de la representación Providencial frente al predominio de la incertidumbre económica neoliberal, o a las ofertas de restauración familiar o apoyo psicosocial frente a las adversidades, todas ellas posibilidades de asistencia espiritual o material que encarnan estas nuevas iglesias como comunidades de sentido existencial (Berger & Luckmann, [1966] 2006). Si bien estos factores exhiben indiscutible importancia para comprender el atractivo creciente que las nuevas iglesias ejercen frente a los sectores des-privilegiados del tercer y hasta del primer mundo, es claro que ofrecerlos discursivamente como resortes explicativos definitivos traería amplios problemas para la comprensión socio-histórica del carismatismo pentecostal latinoamericano como estadio evolutivo de la cultura espiritual del subcontinente.
Si bien es importante tener en cuenta la convivencia generalizada con la precariedad económica y con la incertidumbre moral propia de la contemporaneidad latinoamericana como factores explicativos del auge de los movimientos carismáticos de inspiración pentecostal, es claro que su excéntrica efervescencia celebratoria y su estricta ética extra-mundana, que tanto impresionan al catolicismo con su ritualidad medievalista predominante y a las escasas clases medias secularizadas y racionalistas, apunta a la emergencia de una cosmovisión híbrida, como la describe Bajtin:
“El híbrido no sólo se proclama y acentúa doblemente sino que también tiene un doble lenguaje; puesto que en él no sólo hay (o hay no tanto) dos conciencias individuales, dos voces, dos acentos, sino [duplicaciones de] conciencias socio-lingüísticas, dos épocas que se reúnen y luchan conscientemente en el territorio de la enunciación. Se trata de la colisión de puntos de vista diferenciados sobre el mundo que están inmersos en estas formas (…) esos híbridos inconscientes fueron al mismo tiempo profundamente productivos en el plano histórico: están preñados de nuevas cosmovisiones potenciales, nuevas “formas internas” de percibir el mundo en palabras” (Bhabha, 2011).
Es claro que este escenario de fertilización cultural sincrética fue antaño reprimido por la apariencia mayoritaria de la confesión católica, que ahora se emparenta con la reivindicación estridente de las pertenencias ancestrales como antídoto contra una modernidad liberal percibida como desarraigadora e indiferentemente impersonal (Bauman, 2005). Esta nueva centralidad del laico como sujeto religioso y su cuestionamiento implícito de la autoridad sacerdotal instituida por la tradición, se entroncan entonces con el individualismo protestante anglosajón y su dogmática constitutiva alrededor del sacerdocio de conciencia, parentesco luterano y calvinista recientemente negado desde la academia (Beltrán, 2007). Sin embargo, esta laicidad protestante renuncia en el carismatismo pentecostal latinoamericano a su referente racionalista de la exégesis bíblica como informante de la sola fides, para aproximarse a la experiencia trascendental directa y física de la Presencia de Dios como dogma fundamental de su espiritualidad distintiva.
Y es allí, en el encuentro del cristianismo católico de las órdenes predicadoras del siglo XVII, y protestante de las misiones pentecostales y evangélicas que arriban al continente a desde los inicios del siglo XX, por un lado, con las cosmovisiones indígenas nativas y africanas subyugadas por la conquista y la colonización, por el otro, donde se gesta el renacer carismático pentecostal que el universo cristiano latinoamericano anonadadamente contempla a finales del siglo XX. Pero dicha estupefacción racionalista, con la cual la opinión católica y laica acusa de excentricidad supersticiosa la efervescencia carismática popular (D´Epinay, 1968), desconoce que la pluralidad religiosa, expresada en variedad de experiencias de contacto con lo sagrado, habitó en su propio seno por cuatro siglos, reforzándose entre si en su pluralismo pagano, para renacer recientemente instalándose en el escenario renovado del carismatismo, ahora afirmándose como concepción del mundo y sujeto cultural en sí mismo, y no como sólo como fanatismo síntoma de una carencia educativa occidental y material capitalista, diagnóstico claramente instituido desde las ciencias sociales (Bastián, 1997). El carismatismo pentecostal, en su apetito insaciable por la corroboración corporal y no meramente intelectual de la realidad de lo sagrado, en su ímpetu neo-conservador por conquistar la política y clausurar el estado de derecho en pro de la monocracia confesional e intolerante (Bastián, 1997), claramente exige un tratamiento que no lo aboque a la censura en tanto mero y pasajero entusiasmo insensato de unas masas perenemente empobrecidas. Por el contrario, una sociedad civil, laica mas no secularizada, podría inquietarse por paradigmas menos experticialmente explicativos y más históricamente comprensivos, los cuales promuevan no sólo medidas tecnocráticas de regulación de la experiencia, sino especialmente el reconocimiento del Otro –por más radical que sea su Alteridad- como indispensable escenario para un diálogo democrático que contemple y no simplemente prescinda de una dimensión de lo sagrado.
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[1] Esta ponencia hace parte de la investigación Dispositivos de Producción de Subjetividades Juveniles Universitarias, del Departamento de Formación Lasallista de la Universidad de La Salle.
[2] De hecho, desde sus orígenes el pentecostalismo constituye una rama del protestantismo conservador norteamericano propio del cristianismo negro, en el cual la posesión del Espíritu se exhibe en éxtasis corporales asociados a la polirritmia corporal y a la euforia de la danza (D´Epinay, 1968; Stoll, 1990; Bastián, 1997).
[3] La definición de este carácter en las promesas de bienaventuranza de las espiritualidades consideradas se encuentra fuertemente atado al estamento o clase social predominante dentro de su feligresía o clientela particular, como lo desarrolla Weber (1997) para las religiones históricas. Si bien énfasis extra o intra terrenales suelen estar presentes en manifestaciones históricas diversas de una misma espiritualidad, es claro que la concreción de esas posibilidades representa de una manera fuerte las aspiraciones características de los sectores sociales que les demandan y configuran.
[4] O en palabras de Homi Bhabha, enfatizando que dicha nostalgia ambivalente y en últimas mistificadora suele estar además acompañada por la incertidumbre característica de la libre competencia y su predominio del interés personal, fuertemente instrumentalizador del Otro: “El ascenso de los “fundamentalismos” religiosos, la difusión de los movimientos nacionalistas, las redefiniciones de las reivindicaciones de la raza y la etnicidad, sostienen algunos, nos han devuelto a un movimiento histórico anterior, un resurgimiento o una nueva puesta en escena, de lo que los historiadores llamaron “el largo siglo XIX”. Subyace a esta afirmación un desasosiego más profundo: el miedo a que el motor de la transformación social ya no sea la aspiración a una cultura democrática común. Hemos entrado a una atribulada era de la identidad, en la cual el intento de conmemorar el tiempo perdido y recuperar territorios perdidos crea una nueva cultura de “grupos de interés”, o movimientos sociales dispares. Hoy la afiliación puede ser antagónica y ambivalente; la solidaridad puede ser sólo situacional y estratégica: los elementos comunes se negocian a menudo a través de la “contingencia” de intereses sociales y reivindicaciones políticas” (Bhabha, 2011, págs. 105-106) cursivas en el original.
[5] Véase por ejemplo la aseveración de Mohamed Alí, ex Casius Clay, afirmando que la religión cristiana ha sido utilizada simplemente para hacerles un lavado de cerebro a los negros norteamericanos. Les ha enseñado a buscar el cielo y el firmamento en el más allá, mientas que el blanco goza de su cielo aquí, en la tierra, -citado en (Wynarczyk, 2008, pág. 36).
*Tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.