La violencia de género oculta en la guerra contra el crimen organizado - 2010-2011
RESULTADO DE INVESTIGACIÓN: Proyecto de Investigación: “Estrategias para la prevención e intervención del feminicidio juarense” - Fondo Mixto CONACYT - CHIHUAHUA, México
Introducción*
La lucha de poderes establecida entre Estado y crimen organizado entre el 2007 y el 2011, tuvo como finalidad saber cuál de estos poderes hegemónicos lograba vencer para así ungirse como grupo dominante sobre el otro. Es un hecho, que la violencia se incrementó a partir del ingreso del ejército y la policía federal a Ciudad Juárez, y esta localidad se convirtió en la expresión máxima de la violencia institucional que viene a multiplicar la criminalidad a través de la impunidad con la que actúan miembros de las fuerzas armadas y las policías en sus diversas interacciones con la ciudadanía en el estado de Chihuahua y en Ciudad Juárez en específico.
En esta interacción militar y policiaca, se atentó principalmente contra los cuerpos, y entre estos se cuentan los de los hombres que luchan contra otros hombres por dominarlos, los de las mujeres que son violentados por los hombres, e inclusive, también están los de mujeres que llegan a ser agredidos por otras mujeres. Todo esto, inserto en distintas prácticas de violencia de género que no han sido expuestas, pero si se han promovido, permitido, y reproducido en y por un sistema patriarcal opresor firmemente establecido.
Sin embargo, en las circunstancias mencionadas, son las mujeres y los hombres jóvenes[1] quienes fueron y aún son mayormente agredidos. Por ello queda claro que el Estado mexicano no actúa en consecuencia con los compromisos internacionales adquiridos en materia de derechos humanos para dar pasos firmes hacia la erradicación de la violencia y la impunidad, pues para el año 2011, la ciudadanía juarense tenía cuatro años exigiendo el inmediato retiro del ejército a sus cuarteles, el cese a la arbitrariedad, además de insistir en la solicitud de justicia y un alto a los feminicidios[2] que por casi dos décadas no han dejado de suceder.
Con lo expuesto, emprendo esta reflexión a partir de las siguientes preguntas: ¿cuál es la violencia de género suscitada durante la militarización[3] en la ciudad?, y ¿qué tipo de mensajes se hicieron llegar sobre los cuerpos femeninos y los de los hombres jóvenes por los distintos cuerpos armados?
Para dar respuesta a las preguntas planteadas, la deliberación gira en torno a algunos testimonios recopilados en uno de los grupos focales efectuados con mujeres durante 2010 y 2011 en trabajo de campo realizado en distintos puntos de la ciudad. Este grupo estuvo formado por siete jovencitas, con una media de edad de 15 años y ubicadas en las colonias, Plutarco E. Calles y El Marmol. De ahí que esta presentación sea un intento por preservar la memoria colectiva sobre ciertos hechos acaecidos durante casi seis años (2006-2011), y los cuales cambiaron la vida social y cotidiana de esta entidad y sus habitantes. La importancia de conservar estos recuerdos, según Nélida Piñon, se relaciona con el hecho de que: “la memoria está siempre presente, pronta para preguntar y pronta para contestar. Pronta para olvidar también. Sin la memoria no hay noción del tiempo, no hay presente” (2006: 34). Con esto, ella apuntala que uno de los objetivos de la memoria es relatar, así confirma su existencia, le da vida, pues “cuando crea y engendra una secuencia de hechos” (p. 35), la memoria preserva, conforma la historia colectiva y no nos permite olvidar, algo que también nos prepara para el futuro.
Por tanto, aún y cuando hoy (2013) ejército y policía federal han regresado a sus cuarteles y se asegura por parte de las autoridades que el índice delictivo y de homicidios/feminicidios ha bajado sustantivamente[4], es importante conocer las percepciones que sobre la militarización vivieron las mujeres. Para ello, enmarco el análisis desde una mirada de género en la que abordo a teóricas como: Nélida Piñon (2006), Judith Butler (2002), Meghana Nayak y Jennifer Suchland (2006), Nidia Iris Cacho Niño (2009), y Andrea Rodó (1994), entre otras/os. Desarrollo tres puntos básicos: 1) Hago un recuento del espacio a partir de la militarización; 2) Descifro el cuerpo femenino como representación social de los proyectos impuestos; y 3) Presento algunos testimonios sobre violencia de género desde una percepción femenina-ciudadana.
Nuevas presencias, otros escenarios
Durante los últimos cinco años -2007-2011- los/as ciudadanos/as, hemos visto que militarización, no son solamente los militares y sus vehículos en las calles, sino que su presencia se traduce también en una violencia misógina naturalizada, como una expresión más del patriarcado en la que se revela la disputa por la posesión o el dominio del territorio, algo que también se ve materializado en su gente. En cuerpos a subordinar –sobre todo femeninos- al transferir “la ansiedad masculina y la violencia de género que contiene la hegemonía en sí misma” (Nayak y Suchland: 2006: 475) sobre este colectivo y al que por medio de la violencia sexual, se intimida, se presiona, se somete y se humilla a las mujeres del enemigo como en cualquier guerra (Cacho, 2011). Esto hace posible legitimar y (re)producir el poder androcéntrico de un Estado indolente ante la violencia sufrida.
El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio afirmaba ya en 2008 que la militarización del país potencia la violencia contra las mujeres y la impunidad. En su Informe Una mirada al feminicidio en México, 2007-2008, destaca que con la administración de Felipe Calderón y su impulso a la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, se generó un aumento significativo de violaciones a derechos humanos entre los que se encuentran, los abusos de autoridad, cateos ilegales, torturas, violaciones sexuales y arrestos arbitrarios, entre otros. Esta permisividad de la violencia, genera un ambiente favorable para la impunidad, entendida como la ineficiencia de las instancias de justicia debida a la corrupción y la protección de los responsables de la misma.
La presencia de militares y federales en las calles, además de violentar el artículo 129 constitucional[5], agrede de forma frontal la vida y la mirada de una ciudadanía a la que le han cambiado el paisaje urbano al “normalizar” la violencia que provocó el flujo constante de estas figuras militares en todos los espacios públicos, con el fin de convertir esta guerra en una estrategia de legitimación y de ejercicio de poder por parte del Estado (Nayak y Suchland: 2006). Nidia Iris Cacho (2011), habla de que el objetivo de esta táctica de guerra asegura el dominio y la reproducción de poder como el orden violento que subordina de forma sistémica a la sociedad.
A decir de Raj, citado por Nayak y Suchland, “[…] la frontera como las personas quienes las habitan, paradójicamente reúnen las mayores condiciones para que ahí se imponga cualquier orden hegemónico del estado” (2006: 474). Esta es la circunstancia bajo la cual vivimos las/os fronterizos y la razón por la que este impacta directamente espacio y sujetos, en tanto que convergen orden y experiencia jerárquica, en una especie de ensayos continuos en los que se implantan procesos en los que, a decir de Cacho “La falta de oportunidades, el fortalecimiento de los roles “tradicionales”, los estereotipos de género, las condiciones de trabajo diferenciadas, el abuso y hostigamiento sexual, son tan solo algunas de las manifestaciones de la violencia estructural” (2011: 4), y que –simbólica y prácticamente- nos coloca en el constante límite por habitar cuerpo y espacio fronterizos/marginales.
Por tanto, la militarización se convirtió en la forma extrema en la que el Estado mexicano busca obtener el control de los territorios en los que se incluyen nuestros cuerpos. Mismos que ante la violencia sexual ejecutada sobre estos, son sometidos y minados como una forma de tortura utilizada para llevar esos cuerpos al límite, en tanto persista la supremacía sexista dentro de la estructura social definida esta, en un contexto geopolítico en el que diariamente transitamos ciudadanos/as entre fronteras geográficas, políticas y culturales impuestas.
La imposición de este nuevo proceso coercitivo en la localidad –representado por la militarización- conlleva el hecho de vivir una nueva ciudad. Espacios que, bajo el despliegue constante de patrullas, militares, armas, retenes –todas- presencias en movimiento constante con las que se invaden espacios públicos y también privados, sin el menor recato ante una ciudadanía perpleja y por el exceso de la simbología bélica-fálica. Así, el espacio/paisaje urbano ha adquirido otras dimensiones que hasta entonces eran desconocidas. Ahora se imponen nuevos escenarios,[6] en ellos prevalecen imágenes belicosas, pero también cuerpos asesinados, desangrados, decapitados, abandonados, que violentan y estrujan no sólo la visión del paisaje cotidiano de hombres y mujeres, sino que además golpean de frente a una ciudadanía ya de por sí constreñida en una ciudad sitiada.[7]
Desafortunadamente, los ciudadanos, pero sobre todo las ciudadanas, podemos dar cuenta de cómo: “El circulo militarización-violencia-narcotráfico coloca a las mujeres en situaciones de vulnerabilidad particulares” (Cacho, 2011: 6), como es la exposición a cualquier tipo de violencia. Por esta razón, la militarización, puede ser considerada en sí misma, una “política de género”, que reproduce y recrudece la agresión contra las mujeres al esgrimirse esta “violencia sexual como estrategia de guerra” y al tomar los cuerpos de las mismas como la representación del botín en esta ofensiva. Aquí, la impunidad nuevamente se hace patente al volcar sobre las mujeres y los hombres jóvenes –por parte de las diversas corporaciones policiacas- estas prácticas sexistas y misóginas en las que se cuentan el hostigamiento, el acoso, el rapto, las violaciones y los “piropos” peyorativos sobre los cuerpos femeninos y al feminizar los cuerpos de muchos jóvenes cuando anulan en ellas/os el libre tránsito por la ciudad y la seguridad a la que tienen derecho.
El cuerpo social de las mujeres
En Ciudad Juárez, hablar de derechos humanos para las mujeres resulta inverosímil cuando hemos sido el centro del internacionalmente conocido feminicidio. Con la militarización que se vive en la localidad, de nueva cuenta son las mujeres quienes enfrentan una realidad en la que surgen otras violaciones a los derechos humanos de las mismas, por ser el género en sí mismo, “un sitio de violencia” (Nayak y Suchland, 2006: 467). Lo que significa que estos cuerpos, se convierten en el sitio donde este tipo de violencia se materializa al ser construidos y constituirse en objetos/sujetos del sexismo que prevalece en sociedades patriarcales y en las que a decir de Nidia Iris Cacho, se “asegura un aprendizaje social dónde el derecho de “propiedad” sobre las mujeres, afirma las prerrogativas otorgadas históricamente al género masculino y profundiza las desigualdades entre los géneros” (2011: 9).
Si acudimos a Andrea Rodó, ella explica que los cuerpos son “una realidad social y subjetiva”, por lo que la forma primaria de estos mismos, es la de “objetos sociales” en los que llegamos a constituirnos como instrumentos de sentido, instrumentos simbólicos, pero sobre todo, somos objetos privados con una interpretación propia y directa de nuestra experiencia, vivencia y práctica (1994: 85). ¿Pero cuál puede ser esta experiencia y/o vivencia cuando la normatividad ha sido impuesta jerárquicamente marcando diferencias y desigualdades entre género, clase, raza y generación –entre otros-? Sin duda las respuestas requieren de profundas reflexiones, pero queda claro que las mujeres experimentamos el orden jerárquico: primero, desde la norma impuesta a través del temor a la autoridad; segundo, bajo una disciplina que tiene como objetivo doblegar el cuerpo por medio del castigo y/o la agresión; y tercero, a través de la mediación de la culpa que hemos introyectado desde la ideología judeocristiana la cual nos ha signado con el pecado original, razones por las que cuando hablamos –sobre todo- de mujeres en circunstancia de vulnerabilidad, resulta imposible dejar de lado la vivencia de ese orden jerárquico auspiciado en/por el sistema patriarcal existente.
Aquí es importante considerar la disquisición que sobre el cuerpo realiza Judith Butler, cuando ella nos habla sobre “El cuerpo postulado como anterior al signo (lenguaje) es siempre postulado o significado como previo” (2002: 57). Esto es, podemos decir que, si bien el cuerpo precede al signo, de igual forma la acción también le antecede y por ello mismo, es a través del lenguaje que se da significación a ambos -cuerpo y acción-, es pues por este medio que el cuerpo y la acción se producen a la vez que se (re)producen por el lenguaje. Con ello, Butler nos invita a (re)pensar el cuerpo como un mapa con ciertas marcas inscritas en cierto contexto por la estructura social en una práctica significante, que es la cultura y que hace del cuerpo este espacio social normado (2001: 162).
Al retomar a Rodó (1994), tenemos que ella afirma que el cuerpo como objeto es un espacio de sentido, de prácticas, de actitudes, de imágenes. Afirmación con la que Butler coincide, cuando discute sobre el cuerpo y argumenta que “Lo que importa de un objeto es su materia […] y la distinción de la forma/materia en que llega a convertirse en un elemento esencial para la articulación de una política masculinista” (2002: 59). Tomando en cuenta que la política masculinista a la que alude esta autora –Butler-, no es otra cosa más que un proyecto hegemónico impuesto a través de la constante representación de prácticas misóginas/sexistas que configuran y dan forma a la realidad en la que se encuentran materializadas sensaciones, valores, mensajes, normas, costumbres y hábitos. Todo aquello que se llega a constituir en la materia/sustancia que nos conforma como personas. Y aunque si bien, Butler también aduce que los cuerpos no son un medio pasivo en el cual la cultura se inscribe sin resistencia alguna, ambas autoras –Rodó y Butler- nos remiten a esa materia palpable –física o no- en la que se encuentra inscrita la representación social en los cuerpos y en los cuales subyace una historia personal, a la vez que colectiva.
En el caso específico de las mujeres de Ciudad Juárez, esta representación social es expresada de forma contundente en un androcentrismo masculinizado que sigue observando y reproduciendo en los cuerpos femeninos y/o feminizados, estereotipos de opresión y subordinación cuando se les sigue considerando objetos de posesión, de placer, de sumisión, de venganza y revanchismo, en tanto que estos mismos cuerpos adquieren una desvalorización de sí mismas. Se (re)produce así, la condición de género que nos lleva a la continua perpetuación de culpas, miedos, dudas, vergüenzas, ambigüedades, sentimientos todos adquiridos con antelación dentro de la ideología sexista evidente y existente.
Sin duda, esto nos facilita observar -a pesar de estos sistemas jerárquicos- el hecho de que los cuerpos femeninos son producto de una serie de conocimientos organizados y acumulados hegemónicamente, lo que nos conduce a la percepción de una realidad dicotómica que se naturaliza, razón por la cual en dichos cuerpos se ve la implicación -según lo menciona Rodó- de “lo individual y lo social, lo subjetivo y lo objetivo, lo interior y lo exterior” (1994: 83). Características con las cuales, a decir de esta misma autora: “se establece un cuadro general de acciones y comportamientos; opinión y actitud que son reflejos parciales de una representación social en el plano individual” (1994: 83). Algo que hace alusión no sólo al cuerpo/materia en abstracto, si no a cuerpos concretos signados con historias y estamentos sociales que han llegado a constituir personas socializadas y subjetivadas que dan identidad a cuerpos particulares.
En el caso específico que aquí nos ocupa, estas mujeres –juarenses- se consideran, con mayor razón, cuerpos con una permeabilidad e indefensión más alta en tanto que hay un biopoder[8] implantado bajo la generación de ciertas “prácticas hegemónicas”, las cuales van en contra de un “mundo particular del ser y el significado” (Nayak y Suchland, 2006: 470). De ahí que, los nuevos cuerpos ordenados, doblegados, capacitados, para la opresión, desarrollan una subjetividad –en este caso femenina- permanentemente cuestionada, lo que se cristaliza en una violencia de género exacerbada y direccionada hacia los cuerpos femeninos de esta ciudad. Al mismo tiempo, se asientan las bases para que ahora sean las mujeres jóvenes, quienes vivan la experiencia de ser víctimas del sexismo al que quedan expuestas por parte de soldados y policías, al ser los objetos de expresiones -tácita y explícitamente- obscenas, burlas, acoso, hostigamiento, raptos y violaciones continuas por parte de los cuerpos policiacos-militares en pleno uso de sus prerrogativas sociales-judiciales, pero sobre todo, del ejercicio de poder conferido por el Estado –actualmente- en todos los espacios públicos y también privados -calles, parques, salones de baile, incluso los hogares-.
Ante la situación planteada, no sólo se ha conformado una “construcción social del miedo” desde lo subjetivo, como asegura Reguillo (1998: 3), si no que este temor se vuelve objetivo ante la intimidación y la amenaza constante, tomando un lugar preponderante en la vida de las mujeres que luego se convierte en “desesperanza, aislamiento, resignación y violencia” (p. 3), algo que queda plasmado en estas frases de las mismas mujeres jóvenes que evidencian lo que se menciona:
“[…] no se puede hacer nada, porque los mismos de la policía andan con los narcotraficantes y todo eso, nomás dicen que se va a acabar y que se va a acabar, pero no dicen cuándo, y pues vamos de mal en peor”, o bien:
“[…] son los mismos federales los que nos faltan al respeto, y bueno yo ya tengo miedo. A mí…, me hago muy valiente y toda la cosa, pero no, la verdad si me da miedo.”(Grupos focales, febrero, marzo, 2011).
Es importante hacer notar que el sentimiento de amenaza y de acoso, provienen de la efectividad del miedo implantado, por lo que esta narración es producto de la memoria colectiva contemporánea, pues los cuerpos, sus cuerpos, son “un todo, un continente, una geografía que supera con mucho los límites anatómicos para ser el territorio de la fantasía, del deseo y de los derechos” (Nélida Piñon, 2006: 51) y ellas no alcanzan a visualizan sus derechos.
Los casos, no son escasos
Son los cuerpos de las mujeres y de los hombres más jóvenes en donde principalmente se impactan la violencia institucional y social en esta guerra disfrazada de lucha contra las drogas. En este contexto de militarización y presencia policiaca en las calles de Ciudad Juárez, se han exacerbado los casos de violaciones sexuales, torturas y hostigamiento contra las mujeres, creando y reproduciendo lo que a decir de Lagarde (1992) son los cuerpos femeninos/feminizados: territorios a ocuparse y en tiempos de guerra –como el actual- a invadirse.
Los grupos focales realizados con mujeres jóvenes, me ha permitido constatar la prevalencia de situaciones de violencia y violación a los derechos humanos de las mujeres. Sus testimonios, dan cuenta de cómo la violencia sexual en sí se llega a convertir en una forma de tortura –por parte de estos grupos policiacos- que mina y somete a las mujeres en este territorio, que ya consideran de su dominio; esta misma ideología machista también se vuelve contra los hombres más jóvenes cuando se les somete o se les feminiza haciendo gala de su autoridad sobre ellos, y se revierte contra las mujeres bajo distintas manifestaciones. Lo que sigue es un ejemplo ello:
“[…] los soldados son los que nos gritan cosas y ni siquiera son lindas, […] o sea son cosas vulgares, cosas que no deberían de hacer porque ellos están para servirnos a nosotras”;
“[…] también la otra vez fui al centro y íbamos yo y mi esposo, e iba una muchacha muy bonita y los soldados gritándole obscenidades o sea, pienso que ellos están aquí para cuidarnos no para estar haciendo cosas así”;
“[…] en la escuela en la que yo estaba en el centro, que es de enfermería, pasábamos nosotros y nos decían: ay enfermerita ya se me paró el corazón. Y nos gritaban obscenidades, o sea nosotras las niñas y los soldados gritándonos cosas, y si, de repente ya no llegaron unas [compañeras] a la escuela”;
“A mi hermana si le han dicho muchas cosas cuando anda así en el centro, los federales le han dicho, o sea la han acosado, si la han incomodado bastante, pues ella se defiende verdad, pero pues no puede hacer nada y aparte están en áreas públicas, pero pues sí, es parte también de la policía, los federales, la autoridad, todo.” (Grupos focales, enero, febrero, marzo 2011)
Como se puede observar en las declaraciones que se presentan, la violencia de género no sólo está presente, también se ha reproducido y recrudecido de forma alarmante sobre quienes somos representadas como objetos de posesión de los otros –padres, hermanos, maridos, hijos- otros hombres a vencer, los otros a dominar. Por tanto, las mujeres al ser definidas por los hombres como el “otro”, somos consideradas cuerpos de los que también se puede disponer pues a decir de Butler, somos producto de la cultura, por lo que vivir el propio cuerpo es “asumir y reinterpretar las normas de género” que han sido dictadas desde una hegemonía masculinizada, concretizada por el sistema patriarcal, mismas que detona los sentimientos de tristeza, miedo, coraje, temor, impotencia y nostalgia.
Hoy por hoy, en esta localidad el sistema jerárquico está presente en cualquier fuerza con autoridad judicial/militar la cual ejerce un poder conferido y creado por y a favor de una hegemonía concebida como el vínculo entre discurso y prácticas cargadas de violencia de género dirigidas en este caso a las mujeres y que requieren de ser descifradas para no seguir generando en ellas el sentimiento de amenaza y temor al haber percibido, conocido o visto el ultraje de otras mujeres como ellas y que aquí relatan:
“[…] me tocó ver que los federales levantaban a dos muchachas, y si, [...] íbamos yo y una amiga, y las muchachas venían atrás, muy atrás de con nosotros, y si no damos la vuelta, peligro y nos hubieran agarrado también a nosotros, nomás que nosotros corrimos, dimos la vuelta”;
“Pues es peligroso porque la misma policía no nos cuida, al contrario es la misma que también nos incomoda con su abuso de autoridad, no tenemos {confianza} tanto por los ladrones como por los policías.”;
“[…] los mismos policías son los que, supuestamente, nos están cuidando y siento que no es la verdad y así pues uno se siente inseguro, antes se decía, no que ahí viene una patrulla hay que hablarle, que bueno, que pa que nos respeten y así. Y ahora no, ya no puedes confiar, ni en ellos puedes confiar”;
“Y también yo pienso, pues se supone que la policía está para cuidar, ¿no? Y ellos son los que están, […] es que ellos son los que están realmente levantando a las mujeres y haciendo todas esas cosas” (Grupos focales, Febrero, 2011).
Sin duda, escuchar o leer estos relatos de mujeres jóvenes, la mayoría de ellas menores de edad, nos llevan a la consideración de que el propio cuerpo es el territorio en el que se inscribe la violencia. Por ser en este, en donde no solamente corren el riesgo de sufrir vejaciones cuando caminan por las calles o son sometidas a inspección en sus vehículos, en sus posesiones y en sus cuerpos en los retenes, sino que, como informan los testimonios, se ha vuelto parte de su cotidianidad este acoso por parte de policías federales y militares en parques y colonias, ya que los recorridos de estos en sus comunidades son continuos y significan para ellas el acoso verbal, el hostigamiento, y en algunos casos el abuso sexual, incluso el rapto. Con esto, la sospecha y la desconfianza son más que razonables, pues los mecanismos policiacos y de autoridad según Reguillo, generan la exclusión y nuevas formas de vida cotidiana en la que “disminuyen los lugares de sociabilidad y de encuentro colectivo, lo que deriva en un “achicamiento” de la experiencia urbana” (1998: 11).
Otra cuestión preocupante, es que los testimonios señalan no realizar ningún tipo de denuncia por temor, o por tener la convicción de que sus demandas y denuncias no desencadenarán ninguna acción en contra de los perpetradores, policías, militares o integrantes del crimen organizado. Lo más terrible sin embargo, es que entre las nuevas prácticas adquiridas, algunas de las jóvenes de los grupos focales, llegan a considerar que no hay manera de sentirse protegidas, que su única opción es quedarse en casa y no exponerse, ya que transitar por las calles, e incluso el cruzar la puerta de la escuela o de la casa hacia afuera, es un riesgo, por lo que se percibe un retraimiento al espacio privado.
Como se puede observar, distintas personas –distintas mujeres, distintas colonias, distintas palabras-, comparten experiencia y sentimientos similares, comunes, a una dominación hegemónica que recae sobre esos cuerpos nuevamente relegados por el miedo, la angustia, el temor; sentimientos que propician el ocultamiento no sólo de una subjetividad permanentemente subvalorada, sino de los cuerpos materiales para salvaguardarlos de la violencia que ignora sus derechos como humanas y ciudadanas.
Sumario más que conclusión
Una vez más, en Ciudad Juárez se confirma lo que las mujeres del estado de Chihuahua han vivido durante décadas a partir de su afrontamiento a los feminicidios: existe una violencia institucional generada a partir de un proyecto hegemónico, que se traduce en omisiones y actos de servidores públicos que discriminan, retrasan, obstaculizan e impiden el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres, así como su acceso a políticas públicas destinadas a prevenir, atender, investigar, sancionar y erradicar los diferentes tipos de violencia. Desde la exigencia de justicia por los feminicidios, familiares de las víctimas, activistas de organizaciones sociales, y académicas defensoras de los derechos de las mujeres en Ciudad Juárez conocen bien cómo la impunidad y la ausencia de una ética de la verdad, propicia un ambiente de vulnerabilidad e indefensión para las mujeres, a través de la reproducción de la idea de que los asesinatos de mujeres pueden ser cometidos por cualquier grupo o individuo sin recibir castigo alguno. Con la militarización actual que se vive en la ciudad, si los cuerpos de los hombres no importan, los de las mujeres importan todavía menos pues somos consideradas parte del botín de guerra que se pueden repartir sin que medie alguna penalización por ello.
Las mujeres juarenses, no sólo vivimos el feminicidio como el acto de violencia extrema que sufrimos por ser mujeres, ahora también vivimos un contexto en el que se respira el temor, la amenaza, el riesgo de una guerra que no pedimos y de la que cada vez más nos toca formar parte de la estadística de los llamados “daños colaterales”. Todo esto ha provocado que las mujeres nos repleguemos al espacio privado procurando no salir solas, no salir de noche, no desviarnos de los lugares a los que vamos, no entablar conversaciones con gente desconocida, no proporcionar información personal -entre otras cosas- lo que ha logrado reducir significativamente no sólo nuestras actividades cotidianas, sino que también nuestro espacio de movilidad se ha concentrado drásticamente en el riesgo y la falta de confianza para circular y caminar la ciudad.
Hoy, a la distancia, podemos decir que nos queda claro que las políticas públicas existentes no han favorecido de manera suficiente ni eficiente para garantizar la vigencia de los derechos humanos de las mujeres y garantizar su acceso a la justicia, el derecho a una vida libre de violencia, así como las condiciones para gozar de la seguridad ciudadana, en lugar de la inseguridad que amuralla.
Bibliografía
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[1] Luis E. Cervera y Julia E. Monarrez Fragoso, documentan que en el estado de Chihuahua en el 2008 la cifra de homicidios que se registro, es mayormente de jóvenes entre 15 y 19 años y que esta se multiplicó cuatro veces entre 2007 y 2008, pues sólo en Ciudad Juárez acaecieron 133 jóvenes durante 2008.
[2] En Monarrez Fragoso (2009), se encuentra la definición del feminicidio como: “[…] el asesinato de una niña/mujer cometido por un hombre, donde se encuentran todos los elementos de la relación inequitativa entre los sexos: la superioridad genérica del hombre frente a la subordinación genérica de la mujer, la misoginia, el control y el sexismo” (p. 86). Todos, elementos favorecidos y reproducidos en/por un Estado permisivo en un sistema de dominación patriarcal.
[3] Se define esta como: la acción de infundir la disciplina o el espíritu militar o dar carácter u organización militar a una colectividad, según la Real Academia de la Lengua Española. En este caso, a decir de Robles, el discurso del Estado alude a establecer un orden haciendo prevalecer el dominio de un grupo –el Estado- sobre otro –el crimen organizado, el narcotráfico-, lo que no deja de ser una violencia de género entre un mismo género, los hombres.
[4] Es importante mencionar que tanto Alejando Hope en “Menos ruido, misma furia”, como Eduardo Guerrero en “Nuevas coordenadas de la violencia” –ambos artículos de Nexos- aseguran que existen diferencias imperceptibles entre el número de homicidios/feminicidios registrados en los últimos meses de la administración de Calderón y los que se calculan para cerrar este año, que serán un poco menos de 20 mil homicidios dolosos.
[5]El artículo 129 constitucional está referido a que: “En tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Queda claro que si no son tiempos de guerra el ejército debe permanecer acuartelado para salvaguarda de la ciudadanía y de este mismo. Dirección/página: http://info4.juridicas.unam.mx/ijure/fed/9/130.htm?s= Consulta realizada, 22 de enero de 2012.
[6] Luis Cervera y Julia Monarrez (2011), en el análisis y la geo-referenciación que hacen de la violencia que acontece en Ciudad Juárez, mencionan que la zona Centro reporta un bajo índice de sucesos, la zona Pronaf muy bajo, y clasifican como la región crítica de esta serie de sucesos a la zona Zaragoza-Clouthier. (p.12).
[7] Si como asegura Zygmunt Bauman (2004), en el texto La sociedad sitiada, que “Los lugares ya no protegen, no importa cuán fuertemente armados y fortificados estén” (p. 114). Una representación clara de esto es el hecho de que Ciudad Juárez, aún con la cantidad de fuerzas militares y federales, la violencia no cesa, pero sí en cambio, esta militarización ha coartado el espacio a la ciudadanía con cercas y rejas que amurallan.
[8] Rossana Reguillo, define el biopoder acudiendo a M. Foucault para señalar “el sometimiento del cuerpo a una disciplina que lleva a la optimización de sus capacidades y al incremento de su utilidad” (1998: 6).
*Texto tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.