La ley como protección de la vida y manipulación de los cuerpos.
1.*
Hacia fines del siglo XIX, en la Argentina, puede observarse un importante movimiento o desplazamiento en lo que hace a los desarrollos teóricos y los debates en torno al derecho penal. El código que regía por ese entonces había sido aprobado en 1886, sobre la base de un proyecto elaborado por Carlos Tejedor 20 años antes. Tal como lo retratan los juristas más críticos y como puede afirmarse luego de consultar las fuentes, aquel texto se apoyaba en una concepción del derecho penal que se desprendía de los desarrollos teóricos de la ilustración y que implicaban un avance sobre las formulaciones del derecho colonial que permanecía vigente hasta el momento.
En términos generales y apuntando en esta caracterización hacia uno de los aspectos centrales en relación con la convocatoria de este encuentro, este avance suponía, junto con una nueva manera de comprender al individuo y sus derechos, una profunda crítica al modo cómo se ponía en práctica el derecho penal. Dicho ejercicio atentaba contra el derecho de los individuos, sometiéndolos a modos de castigo físico y público que ponían el cuerpo, y por qué no también el alma, del condenado al servicio de los verdugos. La modernidad cuestionó profundamente estas formas de intervención arbitraria sobre los cuerpos y en su contra abogó por un sistema en el que se antepusiera ante todo la racionalidad de los individuos y que actuara, en consecuencia, sobre esta razón, sin la necesidad de recurrir al sufrimiento del cuerpo. La defensa del individuo era uno de los principios indiscutibles que se desprendía de la preeminencia de la razón y éste no podía ser puesta en entredicho por las prácticas penales, como ocurría al quedar la ley a disposición del arbitrio de un rey. De esta manera, el modelo de derecho que se construye entonces, de manera lenta, se orienta a la defensa de esta libertad contra los abusos de poder por parte del Estado y se asienta sobre el presupuesto ilustrado de la racionalidad del hombre. El derecho penal, en consecuencia, tiene como principal objetivo la protección de ese derecho, incluso cuando se trata de los criminales. Al cambio radical que supone la modernidad en materia política respecto a las épocas anteriores, se le agrega, entre otras cosas, un profundo cambio en la definición y el funcionamiento de las instituciones penales. El derecho, allí, ya no se deriva de un ser todopoderoso, ni puede ser ejercido a juicio de la mano terrestre de ese poder. El derecho debe estar escrito, la ley se erige en último soberano, y de acuerdo con ella se establecen los delitos, las penas y los castigos. De ese modo, el reinado de la ley viene a traer consigo el fin de aquel cruel sistema de castigos que en muchos casos terminaba con la vida de los condenados.[1]
En la Argentina, como dijimos arriba, las disposiciones relativas al castigo tendrán hasta mediados del siglo XIX su base en el modelo de las leyes españolas. Ante esto, algunos juristas, entre los que sobresalen el ya mencionado Carlos Tejedor y Manuel Obarrio,[2] denunciarían la urgencia de una reforma a nivel penal que diera lugar al “nuevo” espíritu filosófico. Tal como lo presenta Juan F. Marteau, la primera cuestión que estos teóricos advierten como necesario resolver es la de “saber cómo establecer con cierta solidez la indisponibilidad del castigo, esto es, que el mismo obedezca a estrictas reglas de derecho”. Visto de esta manera la tarea consistía en “definir una esfera jurídica lógicamente coherente y previsible en sus soluciones que ponga un límite racional –una cierta clausura operativa- entre los intereses de quien detenta el poder punitivo y la necesidad jurídica de establecer una sanción penal”[3]. Se trataba de construir un dogma jurídico: una ley que fijara el sentido en que debían entenderse y juzgarse los delitos, al tiempo que determinara el castigo correspondiente a cada uno de los delitos posibles; una ley que, al mismo tiempo, se postulara como racional e inconmovible.
Para el caso particular de Tejedor, el autor que tomamos como modelo de esta posición, él manifiesta en sus obras importantes diferencias con los principales referentes del pensamiento jurídico ilustrado, tales como Beccaria o Bentham. Sin embargo, y puesto que lo que aquí hacemos es simplemente tomar como referencia algunas de sus nociones a los fines de aclarar el contexto del debate en el que nos queremos centrar, vale aquí la simplificación que ofrece la lectura de Marteau. Este último sostiene que detrás de ese intento de distanciarse de los principales referentes del pensamiento iluminista del derecho, y detrás también del marcado eclecticismo que atraviesa la obra de Tejedor, se advierte que el núcleo duro del pensamiento de este autor argentino entra en perfecta sintonía con aquel modelo ilustrado.[4] Tejedor reconoce el problema que supone la persistencia del modelo jurídico español y frente a éste diseña un proyecto de Código penal en el que se da absoluta preeminencia a la ley. Ello queda claramente de manifiesto, por ejemplo, cuando afirma que por “delito” debe entenderse “toda acción u omisión prevista o castigada por la ley penal que está en entera observancia y vigor”.[5] El esfuerzo se centra en el diseño de un sistema penal organizado a partir de criterios jurídicos, asentado sobre una racionalidad jurídico-formal.[6] La ley es el referente último para considerar el delito, y el castigo será también diseñado con la misma precisión formal.
Estas ideas estaban presentes en el proyecto de Código penal elaborado por Tejedor en 1867, por encargo del presidente Mitre, y serían, en consecuencia, las ideas que iluminarían el primer Código penal argentino sancionado, en base a aquel proyecto, en 1886, cuando la primera presidencia de Roca llegaba a su fin y el país había sufrido importantes cambios sociales y económicos.[7] Sin embargo, la vida de ese Código no fue tranquila. Muchos son los debates que generó, las críticas y las oposiciones. Los sucesivos gobiernos dieron lugar a estas críticas conformando comisiones para su reforma, pero que no llegaban a resultados convincentes. Un largo periplo habrá de recorrer este Código hasta ser reformado en 1821.
El nuevo contexto económico y social, con las importantes consecuencias políticas que estos cambios producían, había generado un conjunto de necesidades institucionales completamente nuevas y la élite advertía que el Código del 86 no podía responder ante las mismas. En sintonía con estos cambios comienza a desarrollarse lo que ha sido caracterizado como el “momento positivista” del pensamiento argentino. Lo que creemos que es, más allá del modo en que lo califiquemos, un momento singular, entre otras cosas, en lo que hace al modo en que se considera el rol y el sentido del Estado y sus instituciones.
La particularidad de dicho momento puede dilucidarse con mayor profundidad con la ayuda de los desarrollos teóricos de autores como Michel Foucault y Roberto Espósito, en tanto conceptualizaciones que ayudan a leer las principales características del proceso político que se despliega en occidente con la modernidad. Esta línea de pensamiento, inaugurada por Michel Foucault y proseguida por una multiplicidad de pensadores contemporáneos, se nos presenta como un visor desde el cual sucesos históricos, políticos y filosóficos pueden lograr una luz renovada y enriquecida. En ese marco nos interesa plantear aquí algunas consideraciones en relación con las definiciones que se van consolidando en materia de criminalidad y tratamiento de los delincuentes, intentando recuperar los aportes de los teóricos europeos.
2.
Lo que se reconoce como el auge del positivismo criminológico o jurídico encuentra, tanto en Argentina como en Europa, como desplazamiento contiguo y necesario, lo que Foucault supo enunciar en estas conocidas palabras: “Me parece que se podría referir uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX diciendo que el poder tomó a su cargo la vida. Esto consiste, por así decir, en una arrogación de poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una suerte de estatización de lo biológico o, al menos, que llevará hacia lo que podría llamarse estatización de lo biológico”.[8] Desde este planteo, se señala al siglo XIX como el lugar donde una mutación se desarrolla en toda su radicalidad: la vida, sea de la especie o del individuo, su administración, su intensificación, su gobierno, se convierte en la apuesta primordial de los cálculos del poder, sin requerir ningún tipo de categoría mediadora.
Del mismo modo lo dice Roberto Esposito: para él la vida siempre tuvo centralidad en las dinámicas sociopolíticas, pero es posible reconocer un momento, que el autor denomina “modernidad”, que encuentra su desarrollo máximo hacia fines del XIX, en el que tal centralidad alcanza un “umbral de conciencia”. Afirma Esposito que con anterioridad, la relación entre política y vida se encontraba mediada por una serie de categorías, como son las de responsabilidad y libertad entre otras, y que a partir de este momento las defensas se rompen y la vida entra directamente en los mecanismos y dispositivos del gobierno de los hombres. El cuerpo, individual y de las poblaciones, sustituye la subjetividad abstracta de la persona jurídica, y los conceptos de razón, voluntad y responsabilidad, se convierten en fenómenos derivados de aquel fondo biológico.[9]
En el caso Argentino, y ateniéndonos centralmente a los paradigmáticos desarrollos de José Ingenieros[10], puede verse un importante reclamo sobre la necesidad de adaptar la conceptualización penal a los nuevos desarrollos del pensamiento occidental, que podemos inscribir cómodamente dentro de aquella modernidad que señalaba Espósito. Ello se observa a simple vista en la constante crítica que recibe el Código penal vigente, del que se dice que ha perimido en manos de la ciencia, y en particular, de la ciencia del cuerpo o de la vida. Los avances que ésta ha realizado en los últimos años con la ayuda de Darwin y de las diversas derivas y agregados que constituye el darwinismo, hace ingenuo, inoportuno y hasta peligroso,[11] seguir sosteniendo la abstracción que supone un modelo jurídico basado en la razón, en la responsabilidad y en la libertad. Se impone ahora un modo completamente diverso de comprender los fenómenos humanos que, bajo el reinado del positivismo darwiniano, ya no acepta principios abstractos, sino que se despliega en torno la identificación hombre-vida.
En este nuevo sistema que pone el acento en la vida, en la necesidad y posibilidad de explicarla, a través de elementos observables, y de medirla y predecirla con las leyes naturales, el derecho también se erige como una ciencia, derivada de la ciencia madre, la biología, que debe adecuarse a las nuevas condiciones, abandonando el antiguo lenguaje “metafísico”. De la mano del evolucionismo biologicista, Ingenieros sostiene que las leyes que rigen el comportamiento hacia el interior de la sociedad se desprenden de una necesidad natural de los hombres que remite en última instancia a la supervivencia. La sociedad no se explica por un contrato, por una voluntad o por una razón, sino a partir de la más básica necesidad de supervivencia y las leyes responden a ésta. La ley es la respuesta organizada y cambiante que los grupos sociales dan ante las condiciones del medio como herramienta para la supervivencia. Afirma Ingenieros: “el instinto de defensa contra el delito es, en su origen, una simple manifestación refleja (…). Este es el núcleo de todo derecho punitivo: rechazar cualquier acto que represente una agresión a nuestra vida”.[12] Siendo natural el instinto de supervivencia que da origen al derecho, éste es la generalización de una “reacción defensiva individual”, que evoluciona socializando sus funciones. Y en consonancia con esto, se define la ley como “defensa social”, siendo por ello la utilidad a tal defensa el único criterio para determinar la propiedad o impropiedad de la ley.
Aquí nos encontramos con una consecuencia ineludible: entendidas como respuesta social ante los sentimientos de placer o dolor, las leyes y las instituciones varían. Varían con el tiempo, varían de pueblo en pueblo y varían, también, de grupo en grupo. En este sentido son condiciones siempre cambiantes, que se modifican en función tanto de las escenario que presente el medio social mismo, hacia el interior, cuanto de las características del medio exterior. Como la respuesta de cualquier organismo, el resultado del encuentro del cuerpo social, y sus rasgos particulares, con el medio externo, es el desarrollo de nuevas funciones adaptativas. Eso son las leyes: el producto del encuentro de una sociedad determinada con un conjunto de condicionantes externos y cambios internos. Ante ese encuentro la sociedad no puede sino variar y adaptarse. El cambio en su legislación es una de las expresiones de esa adaptación.
Visto de esta forma, si se descentran las abstracciones jurídicas del modelo clásico, es claro que la ley cambia de naturaleza, se desplaza “del plano trascendente de los códigos y las sanciones, que conciernen en esencia a los sujetos de voluntad, al plano inmanente de las reglas y normas que en cambio se aplican sobre todo a los cuerpos”.[13] La ley en este marco expresa su rol claramente “inmunizador”: cuidar a la vida de los riesgos que puedan acecharla. Es la vida de los individuos y de las poblaciones lo que cualquier práctica de gobierno debe garantizar. Y aquí no es menor que se perciba la norma como inmunización. Justamente uno de los acentos que todo el positivismo jurídico remarca es la posibilidad de referirse al rol “defensivo” del derecho.[14]
La metáfora organológica que se encuentra en el centro de la tratadística política, lejos de ser solo ser una metáfora, adquiere aquí toda su realidad. La sociedad es un organismo que puede ser afectado por patologías y el gobernante se concibe según la figura de un médico que aspira a la omnipotencia de controlar los resortes orgánicos y psíquicos, individuales y colectivos. Esto deja de ser sólo una analogía entre el discurso político y el médico, desde el momento en que la ley se explica directamente a partir de un funcionamiento biológico otorgado al cuerpo social y en que el acto criminal no es considerado a partir del postulado de la voluntad responsable del sujeto sino en virtud de sus potencialidades o limitaciones expresadas en términos de supervivencia. Esta zona de indistinción trazada entre el derecho y la medicina, expresa una nueva racionalidad de gobierno centrada en la cuestión de la vida.
La sociedad es un cuerpo que, como cualquier otro, se desarrolla evolutivamente perfeccionando sus funciones cada vez más complejas y surgidas de su propia experiencia. En ese marco se comprende al derecho, al que Ingenieros otorga centralidad, dándole una función precisa: la “biofilaxis social”. Sobre el derecho recae ahora, una tarea médico-preventiva: custodiar la vida. Éste defiende la vida del cuerpo social, contra aquellos que lo agreden y defiende también esa otra vida, que en forma paralela vive al ritmo de la sociedad, la vida de los individuos, porque de la salud de esta última depende la salud de todo el organismo.
Y a partir de aquí podemos comprender qué se entiende por “delincuente”. Pero antes es preciso dar un breve rodeo. Los individuos y sus comportamientos son considerados en el marco de este biologicismo, desapareciendo, consecuentemente, toda posibilidad de apelar a la razón, a la conciencia o a la voluntad, conceptos centrales dentro del modelo ilustrado. En el modelo darwiniano que propone Ingenieros, tomando como modelo algunos desarrollos entre los que se destaca el del psicólogo francés Théodule Ribot, la conciencia va a ser definida como un fenómeno natural cuya aparición es producto de la relación entre los seres vivos y el ambiente natural.[15] El medio ambiente es definido como un cúmulo de energías que afectan permanentemente los cuerpos suscitando reacciones más o menos complejas, dependiendo de las estructuras y morfologías con las que éstos cuenten. Los cuerpos se van modificando como reacción ante la energía recibida, desarrollando nuevas funciones que favorecen la “adaptación” a los diversos estímulos. De esta manera, cada especie viva presenta un conjunto latente de funcionalidades a desarrollar, cuyos miembros hacen efectivo en diferente medida y de acuerdo con los estímulos recibidos. En el caso de la especie humana, las funciones psíquicas se explican, como cualquier otra función vital, de este mismo modo: “son funciones de adaptación y protección del organismo”[16].
Entendida así la psiquis o conciencia, se hace evidente que su desarrollo no es homogéneo entre los hombres. El hecho de que éste sea producto de una “evolución”, en la que participan múltiples factores, y no el derivado de una cualidad intrínseca a lo humano, hace posible afirmar que las funciones psíquicas se vuelven efectivas de manera particular y diferenciada en los distintos individuos de la especie. Ingenieros insiste mucho en este punto, haciendo de la desigualdad en el desarrollo psicológico de los individuos una regla básica de su psicología.
La suma de experiencias, producto del contacto con el medio y almacenada en la memoria, se convierte, en los individuos de la especie humana, en lo que denomina “personalidad conciente”. Una personalidad que está en permanente cambio, tanto debido a que su desarrollo atraviesa diferentes etapas evolutivas (niñez, adolescencia, juventud, adultez, vejez y decrepitud), cuanto porque las condiciones que influyen sobre los individuos son variadas en todo momento.
De este modo, la conciencia no sólo se define como un fenómeno natural, abandonando cualquier apelación esencial, sino que, y esto es lo principal, se reconoce en virtud del rol que ocupa en el sostenimiento, o en la supervivencia, del organismo vivo. Resultado de los diversos esfuerzos de los individuos por la adaptación, la conciencia, o mejor dicho, la actividad conciente es definida como una “adquisición útil” del cuerpo para el cuerpo. Las funciones concientes resultan entonces un agregado desarrollado naturalmente en pos de la adaptación. Cuanto más conciencia, más adaptación, y su consecuencia necesaria es el perfeccionamiento constante de las funciones psíquicas.
En este marco se elabora la definición del delincuente.[17] Las diferencias en el desarrollo de las funciones adaptativas de cada individuo se traducen en el diseño de diversas estrategias de supervivencia de acuerdo con las condiciones del medio, entre las que cuentan, ya lo dijimos, las normas que organizan la convivencia pacífica del conjunto social. En consecuencia, el comportamiento de los sujetos no es revisado o juzgado en función de ninguna abstracción, sino sólo y simplemente en virtud de su capacidad adaptativa a esas normas. Y en ese sentido, se estipula lo que se considera un comportamiento “normal”. La “normalidad” de los individuos será juzgada a partir de la capacidad adaptativa a un cierto medio.
Los individuos que infringen la ley evidencian una incapacidad adaptativa, siendo el instinto de supervivencia la regla última que permite juzgar la conducta de los individuos. La conducta del individuo se vuelve así expresión de su composición psico-física. Y al evaluar el delito no se mira la conducta por la conducta misma, sino como expresión de una disposición, o indisposición, funcional. Si una especie o un grupo ha llegado a cierto estadio de desarrollo y ha diseñado las herramientas que considera necesarias para su supervivencia, aquellos individuos que no se adaptan a ellas, y al no respetarlas agreden al grupo, del que ellos mismos necesitan para persistir, ponen de manifiesto alguna deficiencia evolutiva.
Esta comprensión de la delincuencia nos obliga a resaltar dos elementos: en primer lugar, que la deficiencia que presenta el delincuente es individual y es relativa a la sociedad, que es su medio de adaptación.[18] Y, en segundo lugar, que esta deficiencia es de tipo psicológico -habiendo comprendido el carácter físico de la psiquis. El delito es una actividad “anormal”, producto de un anormal funcionamiento de la psiquis.[19] Y sobre esta base, no se juzgará el delito cometido, sino el individuo que lo cometió, que será considerado un “individuo peligroso”. Es peligroso para una sociedad porque presenta signos de deficiencia en lo que hace a su capacidad adaptativa. El delincuente no es sólo un sujeto que ha delinquido, sino un sujeto que ha actuado de ese modo porque posee una deficiencia. Lo que es preciso considerar es la patología que evidencia la conducta, una disfuncionalidad que se hace explícita en el acto delictivo pero que no necesita de éste sino sólo como medio de expresión.
El criminal-anormal es un enfermo que amenaza, en algunos casos por contagio o contaminación, la identidad biológica de una población. Representa un estadio diferente en el desarrollo de la especie y, por ello, es casi siempre conflictivo. Lo cual puede vincularse con aquello que Foucault, leyendo las posiciones y debates franceses, enunciaba con propiedad: “la gran noción de la criminología y la penalidad de fines del Siglo XIX fue el escandaloso concepto de peligrosidad”.[20] Se trata de individualizar al autor de un acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Es preciso reconocer individualidades peligrosas, patológicas, prever lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer ciertos individuos, antes que reconocer si lo que hacen se acuerda o no a lo que prescribe la ley. En el cuerpo social, el delincuente es un virus, un organismo interno con un funcionamiento inesperado, que vive, sin embargo, en y gracias a ese cuerpo, debilitándolo. La persistencia de la disfuncionalidad orgánica pone en peligro la vida del conjunto.
Si dijimos arriba que la metáfora organológica se diluía como metáfora para tomar cierto carácter descriptivo al hablar de cuerpo social, aquí esta dilución es completa. El delincuente se concibe según el modelo de la enfermedad. Se trata de una enfermedad que amenaza y puede potencialmente destruir la vida del resto de la población y frente a ello se debe preservar a la población inmunizándola respecto a lo que amenaza la estabilidad de su constitución y su identidad. La estabilidad de una comunidad tiene que ver con su salud, mantener la homoestasis en una población es alejar o mantener en un límite aceptable cualquier conflicto social o político.
Para hacer frente a la enfermedad se precisa de médicos.[21] En el campo de la medicina, Ingenieros destaca la utilidad que ofrecen la psiquiatría y a la psicología, ambas disciplinas derivadas de la biología. Consecuentemente, la intervención del examen médico en la justicia deja de presentarse como un caso especial, al que se recurre sólo en casos en que cabe duda acerca de la conciencia/cordura del acusado en el momento de cometer el ilícito, para transformarse en una práctica obligada sobre cada uno de los imputados, aunque también sobre otros sujetos cuyas conductas no completamente “adaptadas” permitan suponer, a la largo, comportamientos “peligrosos”.
Tal como lo expresa Ingenieros, no puede haber pena ni tratamiento para el criminal si no media un cuidadoso examen que permita determinar su “temibilidad” y, en función de ésta, su reformabilidad: el estudio psicológico del delincuente es, dice, “la única base posible para una apreciación de su temibilidad y posible reforma”.[22] La permanente insistencia de Ingenieros en el desigual desarrollo psicológico de los sujetos habilita al psicólogo para el examen de todos los individuos. Si el delito es un “fenómeno estrictamente relacionado con la organización biosocial del individuo”[23], la justicia deberá armarse de herramientas para enfrentar esa disfuncionalidad entre vida individual y vida social, observando, experimentando y ofreciendo un tratamiento particularizado.
Sólo después de que un estudio médico detenido haya determinado las causas del delito, se puede intervenir sobre el delincuente. Pero esa intervención no debe entenderse como castigo y mucho menos como venganza. La pena es el nombre genérico que se le da a la acción de la ciencia sobre el individuo para reformarlo y adaptarlo a la sociedad. El castigo de ahora en más debería llamarse “readaptación”: una continuada y detenida labor de los especialistas sobre el cuerpo del individuo para adecuar sus funcionalidades al medio, y proteger de este modo a la sociedad.
El derecho penal ya no condena al aislamiento, al presidio, a la cadena perpetua o a la pena de muerte, porque el delincuente se necesita adentro. Una de las principales cualidades del virus es su gran facilidad reproductiva, si ha nacido uno, detrás de él crecerán muchos más. Su eliminación no hace sino reproducir y ampliar permanentemente el aparato represivo, obligando al cuerpo a sangrar sin descanso. En cambio, la desactivación del virus mediante un pausado trabajo de transformación, de readaptación, permite al organismo conservar el mal como anticuerpo, que lo inmuniza ante el posible contagio. Vemos entonces cómo opera lo que Espósito llama “protección inmunitaria”: el combate contra la enfermedad no es frontal, sino que se vale del rodeo y su neutralización. “El mal –dice– debe enfrentarse pero sin alejarlo de los propios confines. Al contrario, incluyéndolo dentro de éstos. (…) El veneno es vencido por el organismo no cuando es expulsado fuera sino cuando de algún modo llega a formar parte de éste. (…) lo negativo no sólo sobrevive a su cura, sino que constituye la condición de eficacia de ésta”.[24]
La penalidad en este marco transforma también su naturaleza. El castigo muta en una multiplicidad de formas de reeducación, normalización y, porque no, cura de los cuerpos. La ley abandona su lugar de prescripción externa y se superpone a una multiplicidad tecnologías de control continuo de los cuerpos y las poblaciones.[25] La penalidad clásica que encontraba su objeto en un sujeto responsable de las acciones cometidas, se transfigura, se ensancha a partir de la continua proliferación de poderes laterales de normalización, que en algunos se despliegan al margen e incluso a contrapelo del sistema de la ley. “La policía para la vigilancia; las instituciones psicológicas, psiquiátricas, criminológicas, médicas y pedagógicas para la corrección”[26] y sumado a esto, medidas profilácticas que encuentran en la estadística su herramienta privilegiada, cuyo objetivo se revela en la prevención de aquellos fenómenos que perturban, detienen u obstaculizan el buen desarrollo de la vida.
En el caso argentino, puede verse cómo se multiplican las propuestas de creación de espacios destinados al estudio de los “peligrosos” y a su readaptación, pero fundamentalmente a la prevención del delito, lo cual supone la identificación de sujetos que poseen ciertas características consideradas “peligrosas”, con independencia de que se hayan cometido faltas penales.[27] Así, en Criminología, al referirse Ingenieros a las instituciones de tratamiento de la criminalidad, se detiene con más cuidado en la consideración de las medidas profilácticas, y dentro de ellas destina especial atención al tratamiento de la infancia y de los llamados “malvivientes”. En lo que hace a los niños, es preciso, dice, hacer “de su salud física y de su adaptación moral la más grave preocupación de la sociedad”.[28] La ociosidad y la vagancia son señalados como los dos elementos que conducen a los niños a la criminalidad y contra ellos se destaca la realización de actividades tendientes a las incorporación de hábitos y habilidades de trabajo.
Pero quizás sea más contundente su desarrollo en torno a los “malvivientes”. Al referirse a este grupo, Ingenieros los identifica con aquellos individuos que sin ser criminales desde el punto de vista legal, “viven en las fronteras del delito”, razón por la cual la sociedad tiene derecho a defenderse de ellos. “Los malvivientes representan una etapa de transición entre la honestidad y el delito; la ley no los alcanza, pero es necesario que la sociedad se defienda de ellos, pues en este bajo fondo fermentan los auxiliares de la criminalidad y se desarrollan todos los elementos de contagio y degeneración moral que preparan la delincuencia futura”. Y aquí, al igual que en otros pasajes, cita las conclusiones del Congreso criminológico celebrado en Washigton en 1911, entre las que se afirma que “la sociedad tiene el derecho de tomar medidas de prevención social, aún coercitivas, contra los mendigos y los vagos”.[29] Entre esas medidas se encuentra la creación de casas de trabajo en la que los malvivientes, luego de pasar períodos lo suficientemente largos, logren incorporar hábitos industriosos que les permitan adaptarse al medio.
Por su parte, aquellos que han delinquido no se libran tampoco del ojo del experto. Antes de determinar la institución para cumplir la condena y el carácter de la condena misma, hay que clasificarlo de acuerdo con su “temibilidad” y “reformabilidad”. Se afirma que es preciso un “estudio psicológico individual, que es la clave para interpretar el valor antisocial de su acto delictuoso y el cartabón para medir la inmoralidad de su conducta”.[30] Ese estudio permite determinar el tratamiento. En todos los casos el acento se pone en la tarea de corrección y enmienda del delincuente, para lo cual la escuela y el taller son los principales instrumentos, capaces de inculcar hábitos de trabajo. Según el juicio de Ingenieros, “todos los establecimientos destinados a la reforma y secuestración de los delincuentes deben convertirse en verdaderas clínicas criminológicas, donde se estudie a los recluidos y no se omitan esfuerzos para favorecer la readaptación social de los sujetos reformables”.[31]
3.
Si bien es cierto que, en términos generales, el modelo clásico y el modelo positivista encuentran muchos puntos en común[32] y, por el modo en que ambos se desarrollan en la Argentina, es muy difícil mantener una distinción tajante entre ambas posiciones, lo que los aportes de los debates en torno a la biopolítica nos han permitido ver es que el modo cómo se habla acerca del derecho permite suponer que nos encontramos ante ciertos rasgos de una forma particular de comprender la política que se expresa a través de las instituciones del Estado y que otorga cierta centralidad a los cuerpos.
Resumiendo lo que acabamos de mencionar, repasamos los puntos centrales, intentando dar cierre a este trabajo:
En primer lugar, vimos cómo se construye la legitimidad de la ley no a partir de la racionalidad sino a partir de la supervivencia. La casi absoluta dilución de los rasgos particulares de la especie humana, en el conjunto general de los rasgos biológicos de todos los seres vivos, explican la organización de los individuos en sociedad y explica la necesidad de las leyes o normas.
Pero esos caracteres biológicos tiñen justamente a estas normas de un color particular. Las leyes varían en función de las necesidades que los seres vivos presentan bajo las condiciones que les impone el medio en el que viven. Son una estrategia de supervivencia de un cuerpo que quiere conservarse con vida.
De esta forma, las leyes no son más que pautas que traducen lo que le conviene o no al cuerpo, una formalización efímera en virtud de la supervivencia. Pero siendo las normas que rigen a los individuos, constituyen, al mismo tiempo el marco general a partir del cual puede juzgarse el comportamiento de los individuos.
En la medida en que esas pautas de comportamiento social normal son conocidas, puede reconocerse cuándo y cómo algún elemento del cuerpo social presenta dificultades para comportarse funcionalmente.
El comportamiento no funcional al cuerpo social por parte de un individuo pone de manifiesto un déficit en el desarrollo psíquico de ese individuo que, en caso no presentar patologías, debería tener un comportamiento adaptativo.
En ese sentido, puede reconocerse un doble criterio para distinguir lo normal y lo anormal: el social y el individual, aunque ambos terminen por atarse. Si cualquier organismo para sobrevivir necesita adaptarse, aquel que no se adapta presenta alguna disfuncionalidad, porque en su comportamiento actúa contra su vida. He aquí el criterio individual. Si el cuerpo social tiene determinadas reglas de comportamiento que ha instrumentado a los fines de su supervivencia, cualquier desperfecto, a causa de un mal funcionamiento de sus miembros, debe ser tratada. En uno y otro caso, la salud del cuerpo atraviesa las posibilidades de juzgar la corrección o incorrección de las acciones. Sea para el cuerpo individual, sea para el cuerpo social, lo que se evalúa como problemático, siendo amenaza o déficit, es siempre algo que se comprende a nivel biológico. El cuerpo social no vive si el virus persiste en su interior sin ser tratado. El cuerpo individual no vive si no se adapta.
Advirtiendo esta condición de supervivencia, puede verse con claridad la centralidad que adquiere el saber experto. La penalidad se lleva a cabo más desde un poder epistemológico que desde la contundencia del castigo. Si el delito es una patología se tratará de abrir las puertas a una multiplicidad de saberes abocados a dilucidar las fibras más ínfimas de la vida, reconocer, prever y controlar los riesgos a los que la misma se encuentra expuesta. Quien puede enfrentarse a la amenaza o tratar la deficiencia, biológicamente definidas, es sólo aquél que conoce la patología, que la observa, la estudia y la explica. Quien puede diseñar las estrategias preventivas, preparar el remedio y suministrar la vacuna es el médico.
Y es en ese sentido que vemos que, este modo de comprender una institución política por excelencia, como lo es el derecho, otorgando centralidad a la ciencia médica, convierte a la política misma en una técnica que puede mediar y anular el conflicto legítimamente. El derecho, y por su intermedio, la política, queda definido como un poder/saber sobre los cuerpos.
[1] Dentro de los que aquí consideramos de manera simplificada como el modelo ilustrado del derecho penal se encuentran una importante variedad de corrientes, entre las que se destacan, en virtud de nuestro objeto, la que desarrolla Cesare Beccaria, cuya principal obra, Los delitos y las penas, data de 1764, y la Paul von Feuerbach, autor del Código penal de Baviera de 1813.
[2] Otro nombre insoslayable dentro de esta corriente es el de Manuel Obarrio, autor de diversos estudios, dentro de los que se destaca el Proyecto de código de procedimientos en materia penal para los tribunales federales, que se convertiría en ley en 1888.
[3] Marteau, Juan Félix, Las palabras del orden, Buenos Aires, Del puerto, 2003, p. 46.
[4] Marteau, J. F., op. cit., p. 53. Creemos, sin embargo, que esta afirmación debe considerarse junto con algunos estudios que analizan la influencia que sobre el proyecto Tejedor ejerciera el Código bávaro, elaborado por Paul von Feuerbach, que mencionamos en la nota 1. Sobre la efectiva presencia de esta línea en el Código puede consultarse el trabajo de Thomas Duve, “¿Del absolutismo ilustrado al liberalismo refirmista? La recepción del Código penal bávaro de 1813 de Paul J.A. von Feuerbach en Argentina…”, en Revista de historia del derecho, Nº 27, 1999. Sobre el pensamiento de Beccaria puede consultarse el trabajo de Alvaro Pires, Beccaria, l’utilitarisme et la rationalité pénale moderne, edición electrónica: http://decouverte.uquebec.ca
[5] Tejedor, Curso de derecho penal, Buenos Aires, Imprenta Argentina, 1860, p. 18.
[6] Marteau, J. F., op. cit., p. 48.
[7] Zimermann, Eduardo, Los liberales reformistas, Buenos Aires, Sudamericana, 1995 y Falcón, Ricardo, El mundo del trabajo urbano, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1986.
[8] Foucault, Michel, Defender la sociedad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 217.
[9] Cfr. Esposito, Roberto, Bios, Biopolítica y filosofía, Buenos Aires, Amorrortu, 2004, p. 47.
[10] Tal como afirma Ricardo Salvatore, “fue José Ingenieros quien, en la primera década del nuevo siglo, difundió la nueva doctrina y la transformó en una actividad intelectual y política legítima”, “Sobre el surgimiento del estado médico-legal en la Argentina (1890 – 1940)”, en: Estudios Sociales, año XI, Nº 202001, Santa Fé, p. 85. Es completamente cierto que junto con el de Ingenieros se destacan otros nombres, como los de sus maestros Francisco de Veyga y José María Ramos Mejía, o como los de los juristas Nicolás Matienzo, Antonio Dellepeiane y Roberto Rivarola. Sin embargo, las nociones desplegadas por Ingenieros y el modo sistemático en que éstas se presentan a lo largo de su vasta producción, hacen que este autor se convierta en una fecunda y representativa fuente de información acerca de las nociones que intentaban erigirse en el campo del pensamiento jurídico y político desde los últimos años del siglo XIX en nuestro país.
[11] Ingenieros es muy enfático en advertir las consecuencias negativas que acarrea el Código de 1886 que, bajo un modelo caduco, deja en libertad a sujetos que amenazan el bienestar de la sociedad. Advertimos simplemente como referencia que una de las principales críticas recae en la posibilidad que deja abierta dicha ley a ciertos individuos, de evadir la pena arguyendo algún déficit de conciencia.
[12]Ingenieros, José, “Criminología”, En: Obras Completas, T. II, Mar Océano, Buenos Aires, 1962, pp. 278, 279.
[13] Esposito, R., Bios, Biopolítica y filosofía, p. 48.
[14] Es importante decir que algunos de los partidarios de la Escuela clásica también se valían de la expresión “defensa social”, pero el sentido de la misma difiere en un caso y otro. Mientras que para los clásicos ésta respondía en última instancia a la defensa de la libertad individual, para el caso de los positivistas se trata de la defensa de un cuerpo, y no sólo de sus miembros, que se define orgánicamente. El derecho mismo se explica como herramienta de supervivencia que se deriva de la posesión de ciertas capacidades orgánicas que lo explican. Sobre este punto: Cfr. Ingenieros, José, “Criminología”, cit., p. 269.
[15] Cfr. Talak, Ana María, “El problema de la conciencia en los primeros desarrollos académicos de la psicología en la Argentina”, en: Cuadernos de Neuropsicología, 2007, 1 (2).
[16] Ingenieros, J., “Principios de psicología”, en Obras Completas, T. III, Mar Océano, Buenos Aires, 1962, p. 59.
[17] Es interesante recordar que ésta es la base sobre la cual se explican todos los fenómenos sociales, entre los cuales se destaca la referencia de Ingenieros a la constitución de las clases sociales y al establecimiento de importantes diferencias entre ellas como producto de la necesidad natural de supervivencia y el desarrollo diferenciado de las capacidades adaptativas.
[18] La no adaptación, en cualquier medio natural, terminaría con la muerte del no adaptado. Aquí no se habla de muerte –Ingenieros no está a favor de la pena capital-, pero queda claro que el grupo debe defenderse eliminando aquello que lo pone en peligro.
[19] INGENIEROS, J., “Criminología”, cit., p. 309.
[20] Foucault, M, La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 2003, p 102.
[21] Es importante señalar que el ingreso de la medicina al campo jurídico es paulatina y deberán pasar muchos años hasta que ésta sea producto de una legislación acorde. En relación con esto pueden consultarse los siguientes trabajos: Vezzetti, Hugo La locura en la Argentina, Paidós, Buenos Aires, 1985, Caimari, Lila Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004 y Sozzo, Máximo “Locura y crimen en el nacimiento de la racionalidad penal moderna en Buenos Aires (1820 – 1860)” en: Sozzo, Máximo Historias de la cuestión criminal en la Argentina, Edit. del puerto, Buenos Aires, 2009.
[22] INGENIEROS, J., “Criminología”, cit., p. 372.
[23] INGENIEROS, J., “Criminología”, cit., p. 375.
[24] Espósito, R., Immunitas, Buenos Aires, Amorrurtu, 2009, p. 18.
[25] En relación con esto es interesante recordar que una de las principales diferencias y objeto de disputa entre los criminólogos positivistas y los defensores del derecho penal clásico en la Argentina, aunque también en otros países, es la cuestión de la “indeterminabilidad de la ley”. En contra de la rigidez de la ley y su aplicación que ofrecían los autores del modelo clásico, como modo de proteger a los individuos frente a las arbitrariedades del poder y de lograr, al mismo tiempo, el efecto intimidatorio que debía ejercer la ley, los autores positivistas afirman que dicha rigidez no permite hacer frente a los verdaderos peligros que atentan contra la sociedad, postulando que toda sanción debe depender de las características particulares de los individuos implicados y la duración de la misma está sujeta al proceso mismo de reforma del delincuente al que la sanción lo somete. Con lo cual, además de adaptar la pena al delincuente, objetivo explicitado por los positivistas, se legitima el control continuo sobre de los detenidos, los sospechosos y lo excarcelados.
[26] Foucault, M, La verdad y las formas jurídicas, p. 102.
[27] En ese sentido Ingenieros, como muchos contemporáneos es explícito, afirmando la necesidad de discutir un criterio completamente aceptado en el campo del derecho penal clásico por el cual se sostendría que no hay criminal mientras no hay delito. Ingenieros, J., Dos páginas de psiquiatría, Bredahl, Buenos Aires, 1900, p. 28.
[28] Ingenieros, J., “Criminología”, cit., p. 393.
[29] Ingenieros, J., “Criminología”, cit., p. 395.
[30] Ingenieros, J., “Criminología”, cit., p. 397.
[31] Ingenieros, J., “Criminología”, cit., p. 398.
[32] Al respecto son interesantes los desarrollos de Massimo Pavarini, Control y dominación. Teorías criminológicas burguesas y proyecto hegemónico, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
*Florencia Galfione (Universidad Nacional de Córdoba) y María Carla Galfione - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina - CONICET)