Ejercitando los cuerpos. Un abordaje antropológico a un curso de Lengua de señas Argentina*
Según Simone (2001), Tomás de Aquino desarrolló una idea que posteriormente retomaría Dante: “se prevé que los ángeles puedan comunicar sus significados sin necesidad de significante, es decir, de voz; a ellos les basta con concebir los significados para que éstos, con la mediación de Dios, se transmitan inmediatamente a sus compañeros. A los hombres, desgraciadamente, no les ha caído en suerte este lenguaje mudo, rápido como el rayo e inequívoco: ellos han de transmitir sus significados (como dice Tomás) ‘a través del espesor de su cuerpo’, venciendo la inercia material de su propio organismo, que hace la comunicación enormemente más ‘lenta’ que el pensamiento y la expone al permanente riesgo de la vaguedad” (389). En esta exposición, no voy a intentar adentrarme en la lingüística angelical, sino que, por el contrario, me dedicaré a la arista más blasfema y banal de las consideraciones de Tomás: aquello que hace “el hombre” cuando dice las cosas, aquello que va tomando una nueva forma al atravesar esa masa espesa, hipermaterial y vaga a la vez, que es su propio cuerpo.
El trabajo de campo que realicé consistió en acompañar a los participantes de un curso inicial de Lengua de Señas Argentina (LSA) en un centro especializado en actividades referidas principalmente a la sordera, ubicado en el centro de la ciudad de Córdoba, Argentina. La instructora, perteneciente a un equipo de docentes sordos, nos impartió sus clases a once personas y a mí durante la primavera del año 2011. Según ella nos explicó, en este nivel nos enfocaríamos en aprender cierto vocabulario básico y en desarrollar la gestualidad necesaria como para, posteriormente, profundizar nuestros conocimientos en la lengua: en tornar lo que ella llamaba la ‘cara de piedra’ en una auténtica ‘cara de goma’, en hacer plástico el cuerpo para interiorizar estas maneras de moverse. Durante el cursado, el proceso de aprehensión y la práctica de esta gestualidad nueva caracterizaron la forma en que estas personas se relacionaron entre sí y la manera según la cual cada cuerpo exploró estos procesos constituyendo así marcaciones identitarias, nuevos conocimientos sobre el propio cuerpo y un espacio (material y social a la vez) en donde el cuerpo tenía las licencias para moverse de esta manera. De esta forma, considerando junto con Wacquant (2006) que “el agente social es, ante todo, un ser de carne, nervio y sentidos (en el doble sentido de sensual y significado), un ‘ser que sufre’ (…) y que participa del universo que lo crea y que, por su parte, contribuye a construir con todas las fibras de su cuerpo y su corazón” (15), el objetivo de este trabajo es explorar de qué manera la Lengua de Señas Argentina se impuso como un idioma y una práctica que les exigió a sus aprendices un cuerpo conscientemente activo y regido por esquemas de acción que escapaban a los que éstos ya habían logrado incorporar a lo largo de sus trayectorias.
El espacio práctico y las prácticas espaciales
Mi experiencia en tanto practicante de la etnografía era, antes de comenzar este proyecto, nula, al igual que mis conocimientos en esta lengua. Es por esta razón que el ‘entrenamiento’ al que haré referencia durante este trabajo debe pensarse bajo una, por lo menos, doble dirección: por un lado, la de los cuerpos oyentes y, por otro, la del aprendiz de etnógrafo. Para tomar un ejemplo del proceso de extrañamiento al que me vi conducido, en parte ‘abofeteado’ por el campo y en parte ‘abofeteado’ por las disposiciones propias de mi formación en antropología, puede considerarse mi relación con el espacio físico protagonista de la investigación. El centro de estudios de la LSA en donde realicé el trabajo de campo se encuentra en el centro de la ciudad de Córdoba, se ubica en la segunda y última planta de un edificio y consta de tres aulas, dos baños, dos recintos administrativos (uno de los cuales sirve también como cocina), un hall y una sala de espera a veces utilizada como salón de clases. En el aula en la que cursamos la mayoría de nuestras lecciones se podían reconocer una ventana, una única y pequeña mesa, un pizarrón y varias sillas contorneando las paredes. Éstas se ocupaban por los doce alumnos (la mayoría mujeres[1] de entre 40 y 50 años con formación terciaria o universitaria, pero también dos estudiantes universitarias menores de 35 años y tres hombres con formación universitaria o terciaria de entre 30 y 45 años) y esporádicamente por la docente, hablante nativa de la lengua, tres horas semanales divididas en dos días durante los tres últimos meses del año 2011. Sin tener experiencias previas en este espacio, pensaba que el aula se dispondría de la misma forma en que lo hacen aquellas en las que cursé mis estudios primarios, secundarios y universitarios, y que, por lo tanto, ¿debería ubicarme en el centro del aula para poder ver a todos los estudiantes y a la vez ser visto por ellos, o tal vez posicionarme de frente a todos ellos? Un aula debía regirse por una especie de cuadrícula de filas y columnas de bancos compuestos por sillas y mesas totalmente enfrentados a un único banco de tamaño mayor ocupado por quien instruye. Sin embargo esta aula no era así: un salón pequeño (5 mt2, aproximadamente) con unas doce sillas alineadas contorneando las paredes; sin mesas; sin atrás o adelante. Todos podíamos ver a todos los otros de cuerpo entero en todo momento.
Las ubicaciones de cada uno a veces variaban dentro del mismo día, a raíz de los ejercicios que exigían el desplazamiento por el espacio, como la creación de escenas de tipo teatral o de otras actividades que igualmente lo exigían (en ciertas ocasiones ir a la cocina, al baño o a otro salón podía implicar que otra persona ocupe la silla en la que uno reposaba a causa de la naturaleza de los ejercicios realizados). Estos ejercicios se justificaban nativamente en la puesta en común de lo aprendido: en una de las clases una de las alumnas y yo debimos pasar al frente del aula con nuestras sillas, colocarlas de espaldas al pizarrón y sentarnos en ellas simulando estar en el cine, conversar en señas por lo bajo sobre la película (“qué buena película”; “no me gusta el actor”; etc.) e interactuar a la modalidad de ‘una pareja’ (debí abrazarla y besar su mejilla). Los ejercicios de este tipo eran ‘guionados’, ‘compuestos’ o ‘coordinados’ por alguno de los alumnos supervisado por la docente y generalmente comprendían no sólo demostraciones del grado de conocimiento de la lengua, sino que igualmente situaciones que pudieran evocar risas o complicidad entre el estudiantado; tal fue el caso relatado en el que me vi involucrado, uno de los alumnos incluso tomaba fotos con su teléfono celular durante la representación.
Como veremos más abajo, la captación de imágenes a través de la tecnología celular fue una herramienta utilizada por los oyentes para registrar lo sucedido en este espacio; a su vez, como la clase-curso-aula[2] contenía los límites de lo allí corporalmente expresado, estos registros eran cuidadosamente tratados por los alumnos para mantenerlos como algo ‘privado’ del grupo.
“Ellos han de transmitir sus significados a través del espesor de sus cuerpos”
Los oyentes se encontraban con una dificultad a la hora de tomar notas en sus cuadernos: ante la ausencia de mesas en las que apoyarlos, recurrían a otras sillas o bien a sus propias piernas (zona anterior-superior de ambos miembros); para escribir durante los exámenes era más habitual que busquen mesas pequeñas o sillas en las otras aulas desocupadas. Este tipo de tensiones entre la seña y la escritura revistió diferentes carices a lo largo del curso, a veces bajo la forma de una reconfiguración del espacio o de las posturas corporales (como lo recién descripto), a veces en torno a la valoración percibida de la LSA.
Sacks (2003) describe la Lengua de Señas (LS) como “un idioma básico del cerebro” (74) y un sistema de símbolos abstractos complejos con una estructura interior compleja. La posición del cuerpo, el contorno de las manos y el movimiento componen cada seña en un número ilimitado de combinaciones a través de una cinemática que es imprescindible al ser un idioma necesariamente corporal. La dificultad para plasmar sus unidades en el registro escrito surge precisamente de su inseparabilidad con el cuerpo, de su necesario reconocimiento en el cuerpo humano; según Sacks, “podemos tener o imaginar un habla desencarnada, pero no podemos tener una seña desencarnada” (2003: 180). El carácter lineal del significante, según la lingüística saussureana, el ser una concatenación de fonemas, permite que éstos se reproduzcan como una concatenación de grafemas en el registro escrito[3]. El habla oral, entonces, es pasible de ser reducida a una dimensión única, que es la temporal, pudiendo esto ser representado e interpretado como un sistema de letras que preceden o prosiguen a otras; por el contrario, “sólo los lenguajes de señas tienen a su disposición cuatro dimensiones: las tres dimensiones espaciales a las que tiene acceso el cuerpo del que las hace y además la dimensión tiempo” (Stokoe, en Sacks, 2003: 141). La LS promueve, entonces, prácticas particulares con respecto a los usos y experiencias del idioma y, a su vez, un “uso lingüístico del espacio” (Sacks, 2003: 139), una relación lingüistizada y diferencial, dice Sacks, con el mundo circundante y con el cuerpo propio y los cercanos con respecto a las lenguas orales.
Bourdieu (2010) sostiene que “se podría mostrar que el pasaje de un modo de conservación de la tradición fundado en el mero discurso oral [, no escrito,] a un modo de acumulación fundado en la escritura y, más allá, todo proceso de racionalización al que, entre otras cosas, hace posible la objetivación por escrito, se han acompañado de una transformación profunda (…) del uso que se ha hecho del cuerpo en la producción y reproducción de las obras culturales” (118); en el caso de la LS, este desajuste corporal entre el discurso no escrito y su objetivación gráfica se torna insalvable frente a la imposibilidad de la LS de “desencarnarse”.
Todas estas características se presentaban en un documento ofrecido a los alumnos por la institución, y compuesto por los integrantes de ésta, en donde se apuntaba, entre otras cosas, que: “La LS no tiene escritura. (…) Todo puede ser expresado en Lengua de Señas; no es lo mismo alfabeto dactilográfico que la LS; (…) la LS es una verdadera lengua. Es un sistema lingüístico autónomo; para hablar la LS se usan no solo las manos, sino todo el cuerpo (…)”. A su vez, se resaltaba con fuerza otra característica -ya señalada por Sacks (2003)-, el carácter étnico de la apropiación de esta lengua en tanto constitutivo comunitario: “(…) para manejar con propiedad la LS, es necesario conocer la Comunidad Sorda. (…) Conocer y hablar la LS, es adentrarse en la belleza de las diferencias” (resaltados propios).
Esto fue observado durante mi experiencia de campo en numerosas oportunidades. En una ocasión, el primer examen se avecinaba, por lo cual se acordó entre los alumnos una reunión extracurricular para ‘repasar’ los contenidos vistos en clase. Después de conversar unos minutos, nos dispusimos a concentrarnos en lo que era nuestro principal propósito y comenzamos a revisar nuestros apuntes tomados durante las clases reunidos alrededor de una mesa, en el patio de comidas de un Shopping (o centro comercial). Como todos habíamos copiado las listas de vocabulario escritas por la docente en el pizarrón, decidimos repasarlas una por una desde la primera. Si bien la mayoría había tomado notas extra que describían las señas en palabras o, de forma minoritaria, en dibujos de manos y rostros, los alumnos fueron incapaces de reproducir las señas aprendidas a partir de éstas; seguían las ordenes que había inscripto en el papel, pero resultaban demasiado fragmentarias e incompletas por lo que, una vez ejecutadas, notaban que ‘faltaba algo’. Fue necesario rearmarlas apelando a la memoria corporal, práctica y conjunta de todos, ya que tampoco podían describirla en palabras hasta no recrearla con sus propios cuerpos: uno mostraba como entendía la seña y los otros, junto con el primero, se encargaban de ir corrigiendo y ‘puliéndola’ hasta que nos contentábamos al ejecutarla de la manera que todos concordábamos era la correcta.
Otro caso se dio cuando, ya en las últimas semanas del curso, un estudiante tuvo la iniciativa de filmar las clases con su teléfono celular. En un primer momento esto no fue bien recibido por la docente, quien alegaba cierta vergüenza por ser grabada, pero frente al enorme apoyo de dicha técnica de registro por parte de los otros alumnos, la instructora terminó despreocupándose y permitiendo que esto se llevara a cabo. Las grabaciones resultaron mucho más provechosas para los alumnos que la toma escrita de notas y fue por esa razón que un compilado de los videos registrados fue repartido en formato DVD por el dueño del teléfono filmador, dando lugar a un breve mercado informal de las copias de estas grabaciones.
Una clase-curso-aula hecha de cuerpos
Como la docente insistió en más de una ocasión, la seña que se traduce al habla oral castellana como “aula” es la misma que se aplica para “clase” y para “curso”; es en este sentido en que retomo lo sugerente de esta confrontación, la interpenetración del espacio, los agentes y los tiempos de cursado en una misma configuración corporal. Tomo en esta dirección el pensamiento de Bourdieu, según el cual “el antropólogo que busca reducir la praxis corporal a los términos del discurso verbal corre el riesgo de falsificar ambos” (citado en Jackson, 2010: 79) para intentar desmaterializar esta acción en tren no de una traducción, sino de la exposición de aquella trama en la que se desarrollaron los procesos estudiados en este trabajo.
Las actividades exigidas en la clase-curso-aula implicaban en todo momento tanto movimientos y una ‘actitud’ distinta de la reconocida como la habitual en los oyentes como la percepción minuciosa y el reconocimiento de los cuerpos ajenos. Ya sea durante el aprendizaje mediante la imitación como durante los ejercicios de diálogo o repaso, estar tranquilo, moverse con soltura y cierta precisión (más alta mientras más avanzado era el curso) y observar con atención al interlocutor eran consideradas condiciones necesarias para un correcto desempeño de la lengua. Como se puede apreciar en esta nota en mi diario de campo, la forma que toma el cuerpo y la manera precisa en que se mueve frente a los otros construye el ejercicio en sí (tanto en su sentido pedagógico como en el deportivo):
(…) La clase comenzó con la instructora escribiendo de encabezado “La clase-gesto” en el pizarrón; luego de esto, se retiró para buscar cinta adhesiva y así pegar un cuadro con diferentes dibujos de personas en situación de aprendizaje institucional: diversos personajes socialmente reconocidas como “gordo”, “flaco”, “hombre”, “mujer”, con una cierta posición del cuerpo, ropa, etc. (…). La actividad consistió en elegir a uno de los personajes del cuadro e imitarlo detallando en señas y gestos su atuendo y aspecto físico; primero señábamos su sexo (hombre o mujer), luego algún nombre que hayamos inventado (generalmente cortos), describíamos su vestimenta y sus posesiones e imitábamos su postura ayudados por una silla; después debíamos preguntar a nuestros compañeros cuál de todas las figuras del cuadro era, para que ellos nos lo indiquen con el dedo” (noviembre de 2011).
De esta manera, las ejercitaciones constituyeron, por un lado, actos miméticos que, basados “en una conciencia corporal del otro en uno mismo” (Jackson, 2010: 75), relacionaron a los cuerpos entre sí mediante el movimiento generando reciprocidad en los puntos de vista (Jackson, 2010), una empatía corporal -siguiendo las directrices de Sennett (1997) y Citro (2010)- que permitirá tanto profundizar las relaciones de compañerismo como el desarrollo de una evaluación pormenorizada de los movimientos corporales, propios y ajenos, hechos seña al intercambiar opiniones sobre el desempeño de los diferentes alumnos o mostrando alguna seña con la intención de recibir una devolución por parte del compañero. Tales devoluciones, sugerencias o consejos se basan en cómo se perciben los movimientos corporales del otro, en cómo éstos se relacionan por semejanza a los instruidos por la docente y en las experiencias propias a la hora de ejecutar dicha seña o alguna concebida como similar.
Por otro lado, los ejercicios son actos creativos, exploraciones entre las señas aprendidas que permiten articular los conocimientos ya adquiridos y singularizados en movimientos específicos de maneras novedosas que expresen un enunciado preciso. Algunas veces, lo que se deseaba expresar superaba los conocimientos adquiridos durante el curso al incluir un vocabulario que aún no había sido incorporado; en estos casos se recurría o a la consulta a la docente para la posterior imitación, o, cuando involucraba objetos, a la improvisación mediante el “moldeo” imaginario de aquello a lo que uno quería referirse, haciendo una especie de dibujo tridimensional con todo el cuerpo (predominantemente con las manos), marcando la silueta y los atributos principales del objeto en el espacio vacío.
Podemos elucidar igualmente algunos de los límites de esta clase-curso-aula. En los casos en los que eran filmados por sus compañeros, algunos de los alumnos pidieron explícitamente que dichas imágenes no sean difundidas (resaltando principalmente los medios virtuales). Dicha valoración de estos materiales como ‘privados’ se resaltó igualmente una vez ya terminado el curso: una estudiante subió a una red social de Internet un video de ella realizando su examen final del curso de LSA y pidió allí mismo a sus compañeros que se “animen”, que la imiten superando las inhibiciones personales. Asimismo, en el encuentro llevado a cabo en el Shopping, sucedió algo similar. Estando durante estos ensayos expuestos a la mirada de las otras personas presentes en aquel gran y abierto espacio, surgían de entre los estudiantes algunos comentarios risueños del tipo “deben pensar que estamos todo locos” suponiendo que las demás personas no podrían comprender del todo lo que hacíamos. Esto puede pensarse considerando que “el cuerpo socialmente objetivado es un producto social que debe sus propiedades distintivas a sus condiciones sociales de producción y [que] la mirada social no es un simple poder universal y abstracto de objetivación (…), sino un poder social, que debe siempre una parte de su eficacia al hecho de que encuentra en aquello a lo que se aplica el reconocimiento de las categorías de percepción y de apreciación que él aplica” (Bourdieu, 1977, nuestra traducción). Esto es, la exposición de los movimientos corporales de la LSA se percibió como un riesgo a ser apreciados como contrarios a lo ‘sensato’, al ‘sentido común’ y, por lo tanto, negativamente sancionados por los sujetos circundantes (Bourdieu, 1977, 2010); en coherencia con los esquemas de percepción y apreciación incorporados a lo largo de sus trayectorias, los estudiantes evaluaban las prácticas que ellos mismos debían realizar para cumplir con el curso como ajenas, alternas y extrañas a si mismos.
Siendo productos de procesos históricos olvidados en cuanto tales, naturalizados y convertidos en esquemas motrices y automatismos corporales (Bourdieu, 2010), dichos juicios encuentran su génesis en la dimensión corporal del proceso de civilización (Elias, 2009) en el que los agentes oyentes estuvieron involucrados “con todas las fibras de su cuerpo y su corazón” (Wacquant, 2006: 15).
Hablar en indio: alteridad y lingüística extructura
La más noble adquisición de la humanidad es el habla, y el arte más útil,
la escritura. La primera distingue al hombre de los animales;
la segunda, de los salvajes incivilizados.
Thomas Astle (citado en Olson, 1994)
En numerosas oportunidades, la docente cometía algún leve ‘error’ ortográfico haciendo las listas de vocabulario en el pizarrón, a lo cual mis compañeros respondían –primero entre susurros y luego públicamente- ‘corrigiendo’ lo escrito por la instructora de manera verbal, ya sea oralmente o mediante el deletreo señado. En una de las primeras clases, una alumna (trabajadora social y maestra rural recientemente jubilada), tras no haberse podido entender con la instructora y aún sin conocer cómo deletrear en señas, se levantó energéticamente de su silla y rápidamente borró la letra “x” del enunciado “lingüística extructura” que estaba escrito en el pizarrón para reemplazarla con una “s”[4]. La profesora comúnmente respondía con un “perdón”, pero en esa oportunidad levantó los hombros, sus cejas y su labio inferior mostrando indiferencia y nos dijo: “Lo mismo. Es idioma de ustedes, no mío. Yo, señas [haciendo simultáneamente la seña de señas]”; en este breve acto de resistencia política, la docente explicitó una de las marcaciones que dividían a la clase-curso-aula entre oyentes y sordos, los primeros, dominantes dentro del espacio social y los segundos pertenecientes a la Comunidad Sorda, a una ‘minoría lingüística’ simbólica e históricamente subyugada.
A raíz de la manera en que la docente escribía en el pizarrón para que los cursantes escriban en sus cuadernos, modificando el castellano escrito para que cada palabra sea una seña y para que éstas se dispongan de manera correcta en su ejecución, se extendió en el curso la analogía entre la lengua que aprendíamos y el indio, es decir, una manera de ‘simplificación’ de la lengua europea (castellano) atribuida a indígenas norte y sudamericanos y popularizada principalmente por el cine y la televisión estadounidense, carente de artículos, de conectores y de conjugaciones verbales, y provista de una ‘tosquedad’ en la pronunciación y en el volumen de la voz. Así, era común que, ante algún ‘error’ cometido, me recordaran que “acá hablamos en indio” seguido de una leve sonrisa o, por lo menos en un par de oportunidades dentro del horario del recreo, de alguna breve hipótesis desarrollada por algún compañero considerado con conocimientos previos de la lengua (principalmente una cuya hija es hipoacúsica).
Remarcar y hacer recordar los ‘errores’ en el uso del castellano puede ser pensado como un remarcar y hacer recordar la condición de ‘otro’ que, en el caso del curso, representa la instructora, como sorda divergente tanto del cuerpo legítimo (en términos de ‘normal/discapacitado’ y de ‘civilizado/salvaje’) como del uso legítimo de la lengua castellana, una lengua que ella misma siente y describe como ajena pero que utiliza como base de la enseñanza de la LSA a oyentes hispanoparlantes.
La referencia a lo indio de la LSA por los cursantes exige ser contextualizada no solo en el marco de un ‘sentido común’ o de una ‘cultura general’ propia de algunos sectores principalmente urbanos y consumidores de producciones -tanto de material audiovisual como de tal imagen del indio- de origen foráneo, sino que igualmente en un proceso histórico de co-construcción de lo indígena y lo argentino como configuración de lo otro interno (Briones, 2004). A tal representación, como al sordo, podría ubicársela en una posición dominada dentro del espacio social en relación a la distribución desigual de la legitimidad lingüística; esto se sigue de lo expresado por Bourdieu: “(…) las relaciones lingüísticas son siempre relaciones de poder simbólico a través de las cuales las relaciones de fuerza entre los hablantes y sus respectivos grupos se actualizan de forma transfigurada” (2008: 184).
Los ‘errores’ ortográficos debían ser ‘corregidos’ ortográficamente porque las desviaciones debían ser normalizadas, adaptadas materialmente a los esquemas de percepción oyentes, en este caso “con violencia, con arte y con argumento” -invirtiendo la fórmula bourdeana (Bourdieu, 2010: 91). Recordando que “la ‘comunicación de las conciencias’ supone la comunidad de las ‘inconsciencias’ (vale decir de las competencias lingüísticas y culturales)” (Bourdieu, 2010: 95), las relaciones de poder dentro de la clase-curso-aula intentaron ser direccionadas de una manera tal que sean análogas a las relaciones de poder propias de un espacio social más amplio, en el que un único sistema de escritura detenta legitimidad (estatal, escolar, etc.), y presentadas como punto basal para la comprensión.
A su vez, las marcaciones de alteridad versaban por las dinámicas de los cuerpos, por la divergencia de hexis y de capacidades corporales adquiridas. Ya sea marcando la necesidad de una nueva ‘actitud’ tranquila o de una percepción y una memoria visual ampliada para incorporar la LSA, los cuerpos son descriptos por la docente sorda como de oyentes, con caras de piedra en lugar de la imperiosa cara de goma que se buscaba instruir como elemento “necesario para conocer la Comunidad Sorda”. La exigencia de estar tranquilos por parte de la docente para facilitar el proceso de incorporar (tanto en el sentido de sumar a las posibilidades de acción como en el más directo de ‘hacer cuerpo’) una cara de goma, una hexis corporal más plástica que se distinga de la reconocida al oyente por considerarse esta última más ‘dura’, autoregulada –diría Elias (2009)-, deviene en un proceso atravesado por sentimientos de vergüenza expresados verbal o gestualmente por la gran mayoría de los alumnos, resultado de esta misma distinción corporal.
“La hexis corporal –apunta Bourdieu (2010: 113)- es la mitología política realizada, incorporada, vuelta disposición permanente, manera perdurable de estar, de hablar, de caminar, y, por ende, de sentir y de pensar”; esta suerte de definición indefinida nos recuerda que el procurar instalar variaciones en la hexis de los cuerpos significa, en sí mismo, un proceso tanto contrario a las tendencias a la reproducción y la continuidad efectuadas por los esquemas de acción incorporados como excesivo a los límites de las condiciones particulares de su producción e incorporación (cfr. Bourdieu, 2010; especialmente pp. 88-89). Tales esquemas han sido hechos cuerpo, subjetivados por los agentes, a través de “un proceso esencialmente práctico que rara vez se transforma en discurso y en explicitaciones verbales precisas” (Badaró, 2009: 147), sino que, por el contrario, más allá de la conciencia y de la reflexión, se imponen como naturales al ser aprehendidos como ‘razonables’ por los mismos esquemas de percepción que los generaon (Bourdieu, 2010; ver especialmente pp. 85-105).
De un modo similar, algunos estudiantes encontraron que esta hablante nativa se mueve de una manera en particular, que emite sonidos estruendosos con su cuerpo, etc. Una tarde, una alumna, docente en un colegio secundario para personas sordas[5], estaba sentada a mi lado, frente al pizarrón, cuando me codeó, acercó su torso y su cabeza a mí, echó una mirada a la docente mientras entraba al aula y me dijo en un tono casi inaudible: “Mirá, camina como sorda. Las chicas en el colegio caminan igual. Arrastran los pies por el oído, por problemas de equilibrio. Viste que el oído maneja eso… Así, como arrastrando los pies”. Esta oyente y docente no sólo reconoció en la instructora un cuerpo marcado hasta en su andar por su sordera sino que, inmediatamente al verlo, lo emparentó con los movimientos que ya conocía anteriormente y que reconocía como movimientos ‘típicos’ de las alumnas sordas de una institución escolar especializada, y explicó esta característica percibida a partir de la misma sordera en tanto cualidad biológica: los sordos no caminan así ni por ser un rasgo cultural ni a manera de una pose intencional y temporal, sino por una carencia inscripta en su biología. Otra vez aquí la alteridad atribuida a la profesora es marcada, ahora no como un problema lingüístico, sino como algo inscripto en un cuerpo de manera inalterable.
Salir a tomar algo
En esta “dialéctica del control corporal y visual”, al decir de Wacquant (2006), se “inculcan de forma práctica los esquemas que permiten diferenciarlos [-a los movimientos del cuerpo-], evaluarlos y reproducirlos (…) [, donde] cada nuevo gesto asimilado se convierte a su vez en soporte, material y herramienta que hace posible el descubrimiento y la asimilación del otro” (112). Podemos observar a esta dialéctica del control corporal y visual como parte del mismo entrenamiento del curso al abordarla desde sus consecuencias en la percepción de los cuerpos. Como resalta Jackson (2010), la mímesis, basada “en una conciencia corporal del otro en uno mismo, ayuda a resaltar una reciprocidad de puntos de vista” (75); según estos principios este trabajo intenta también comprender de qué manera esta “conciencia corporal del otro” resulta en una empatía que, en complemento y disputa con las marcas de alteridad (a raíz de las apreciaciones socialmente construidas e incorporadas por los agentes), componen la dinámica de la clase-curso-aula.
Según Jackson (2010: 81-82), “al usar el cuerpo de uno del mismo modo en que lo usan otros en el mismo entorno, uno se encuentra moldeado por un entendimiento que puede entonces ser interpretado según la costumbre o la inclinación de cada uno, pero que permanece aún arraigado en un campo de actividades prácticas y que se halla, de este modo, en consonancia con la experiencia de aquellos entre los cuales uno ha vivido”. No pueden esquivarse las resonancias en el reforzamiento de los lazos sociales y emotivos que, según esta línea, podemos ubicar en el compartir de un espacio que, entre mates, tererés, galletas, risas, complicidades y vergüenzas compartidas, los cursantes se encaminaron en estos procesos de marcación de lo propio y de lo ajeno, tanto a nivel identitario como corporal (si es que es posible enunciar esta diferenciación); estas marcas de alteridad se conjugaban, en tensión y cooperación, con una fuerte empatía que llegaba a organizar salidas grupales (reuniones en algún bar cercano para compartir una pizza o una bebida) y a expresar historias de vida y profundos sentimientos durante el cursado que redundaron en acompañamientos emocionales como el apoyo y la escucha atenta, la ayuda en los ejercicios del curso y el reforzamiento de los espacios compartidos (principalmente en la virtualidad de las redes sociales informáticas).
Finalizando
Excúsenme si para poder elaborar esta noción de técnica corporal les narro en qué ocasiones y cómo he podido plantearme claramente el problema general, a través de una serie de actuaciones conscientes o inconscientes.
Marcel Mauss
Como Bourdieu (2004 [1962]) lo notó en las estrategias de seducción en la campiña francesa o Champagne (1975) en la interacción entre campesinos y citadinos en las playas veraniegas, la vergüenza, a la vez cultural y corporal, resulta una herramienta de distinción social que en el caso aquí estudiado les permitió a los oyentes manifestarse como ajenos a estos cuerpos sordos y delimitar la seguridad de los espacios en lo que podían practicarlas sin correr riesgos de ser sancionados, socialmente ‘mal vistos’ o ‘mal apreciados’, y encontrar complicidad entre los otros alumnos y la docente. De igual forma, se resalta que “lo que se ha aprendido con el cuerpo no es algo que uno tiene (…), sino algo que uno es” (Bourdieu, 2010: 118), que “los brazos y las piernas están llenos de imperativos adormecidos” (ibid: 112) que son producto de la incorporación, “capacidad del cuerpo para tomarse en serio la magia preformativa de lo social” (ibid: 93), es decir, de la elaboración de técnicas específicas del cuerpo a través de la materia prima que es el universo social.
Observando la sugerencia que Mauss plasma en la cita que encabeza este apartado (entrecruzando lo teórico y lo práctico, lo universal y lo individual), apuntamos que la investigación en torno a las técnicas del cuerpo exige la disolución de categorías divisorias dentro de la misma práctica científica y la reflexión y reflexividad metódicas sobre las herramientas discursivas, teóricas y metodológicas empleadas en el análisis de lo corporal-social.
Llegando al punto final de este trabajo, merecen resaltarse ciertas experiencias que se desprenden de las tareas realizadas en el intento por captar los movimientos, las apuestas y los sentidos que solo pueden ser comprendidos y explicados adentrándose en las prácticas y las lógicas propias del campo de estudio. Comprender cómo estas personas entablaban relaciones desde una dimensión que exigía ser corporal y que, en su complejidad, no podían reducirse a amistades o confrontaciones simples, prístinas ni explicadas por sí mismas -sino que debían ubicarse en un marco identitario que rebasaba los límites del curso y que se producía y reproducía mediante el constante ejercicio (a la vez cognitivo y corporal) del que se componían las clases-, significó intentar evitar ciertas dicotomías (como cuerpo/alma, consenso/conflicto, práctica/representación, etc.) con el fin de explicar las lógicas construidas y ejecutadas a lo largo de este curso básico de LSA sin falsificarlas.
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Saussure, F. (2005). Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.
Sennett, R. (1997). Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza.
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Wacquant, L. (2006). Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador. Buenos Aires: Siglo XXI.
[1] Por razones expositivas, no incluiré en este trabajo ciertas consideraciones explícitas en torno a la categorización sexual de los cuerpos, e igualmente eliminaré marcas de relativización de las mismas (por ejemplo, el uso de comillas o de frases introductorias al estilo de “sujeto categorizado como” o “socialmente reconocido como”). Sólo me limitaré a aclarar que la decisión de correr el riesgo de naturalizar los cuerpos del campo en el cuerpo del texto tiene su origen en las prácticas llevadas a cabo en el mismo campo: la división que utilizo aquí entre mujer/hombre se puso en juego a la hora de guiar a los cursantes hacia los baños del establecimiento –conducción de la instructora con el fin de presentar el espacio- en un grupo conformado por las chicas a uno de los baños y en otro por los varones al segundo baño; en mi caso, al estar conversando con una de las alumnas, no noté el llamado a los varones para ir al baño hasta que los demás integrantes del curso llamaron mi atención -“¡Mariano, ahora los varones!”- para que yo, percibido como un varón, rápidamente me incorpore al grupo que ‘me correspondía’. Ver Preciado (2011) para profundizar en la problematización de las relaciones entre la producción de diferencias genéricas y la arquitectura de los baños.
[2] Eta noción se detallará más adelante en el texto.
[3] “Por oposición a los significantes visuales (señales marítimas, por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones simultáneas en varias dimensiones, los significantes acústicos no disponen más que de la línea de tiempo; sus elementos se presentan uno tras otro; forman una cadena. Este carácter se destaca inmediatamente cuando los representamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea espacial de los signos gráficos.” (Saussure, 2005: 147-148).
[4] Vale aclarar que las ‘correcciones’ versaban mayoritariamente sobre la ortografía de los enunciados, y no sobre su sintaxis. En este caso, no se cuestionó que lingüística se ubique antes de extructura (o estructura, como los oyentes lo percibían), sino únicamente, y de manera pública, que una “x” reemplace a lo que debería, según ellos, ser una “s”.
[5] Contrariamente a lo que ciertos prejuicios podrían preveer, la mayoría de los docentes de estas instituciones en la ciudad de Córdoba no cuenta con conocimientos sistematizados de la LSA; aprenden durante la misma práctica laboral algunos términos ligados a ‘formulas sociales’ y a contextos de interacción práctica y precisa (como ser “buenos días”, “permiso”, “hasta mañana”, etc.).
*Texto tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.