La vida online. Cuerpos e identidades en la cultura digital*
Una manera de caracterizar a una cultura dada es fijando como su principio constitutivo el medio por el cual las ideas, costumbres y prácticas se rigen y se transmiten; de esta manera, el término cultura se define adjetivándolo en función de un paradigma epistemológico, comunicacional o tecnológico. Ejemplos de esta conceptualización los ofrece la historia en general, así como el mismo lenguaje cotidiano: puede hablarse, sin que ello se considere un desatino, de una cultura de la palabra, o bien de la escritura, o, finalmente, de la imagen o lo visual –expresiones aproximativas a los ejes rectores de las cesuras mediológicas a las que Debray alude— o bien, de una cultura teocéntrica y una antropocéntrica, términos empleados frecuentemente en los libros de historia de la filosofía. Sea cual sea el epíteto escogido, pareciera que la tendencia de explicar la cultura de acuerdo a una práctica que adquiere relevancia sobre otras y que, en mayor o menor grado, las modifica, es un ejercicio cada vez más socorrido en las humanidades y las ciencias sociales. Siguiendo este mismo proceder, tras una observación, así sea panorámica, a nuestro entorno y las maneras en que nos relacionamos con éste, o cómo lo modificamos, puede emplearse sin mayor problema la etiqueta ‘digital’ para referirnos a nuestra cultura.
La razón es sencilla: en el joven siglo XXI la tecnología informática ha logrado sorprendentes avances, mismos que influyen significativamente en varios – sino es que en todos— aspectos de la vida humana. El ordenador pareciera no sólo haber superado los medios que le precedieron, sino que los ha incorporado en una única herramienta que posibilita el intercambio de información de manera textual, audible y visual; no obstante, la computadora personal es sólo uno de los diversos instrumentos por los cuales opera la red de redes, es decir, Internet, y cuyo acceso se ha convertido, en nuestros días, en una necesidad para mantenernos informados y en constante comunicación con otras personas. Un ejemplo bastante simplista de esta creciente necesidad por permanecer ‘conectados’ es el uso de los smart phones, cuyo principal atractivo es el de facilitar al usuario el navegar a través de la World Wide Web en cualquier lugar y momento.
Llámese cultura del ordenador, del Internet, cultura web o digital, o cibercultura, lo cierto es que en el contexto actual la interacción entre el ser humano y las tecnologías de la información y la comunicación es cada vez más estrecha, lo que desemboca en un agudo debate respecto a las repercusiones que tal hermanamiento tendrá en el individuo y en la sociedad. Los argumentos en pro de esta ‘tecnologización’ de la vida cotidiana pudieran resumirse en la tesis de que la conectividad supone una cultura que ha superado los prejuicios que antaño impidieran a sujetos de diversas clases, etnias, razas y credos coexistir pacíficamente, idea bastante esperanzadora según la cual los entornos digitales son la concreción del sueño democrático y libertario sostenido por diferentes corrientes intelectuales; sin embargo, existen quienes no están del todo convencidos con esta utopía digital, la cual comporta variados riesgos y peligros para la humanidad, entre los que se destacan el desuso de la interacción cara a cara, la exclusión de aquellos que no tengan medios para acceder a Internet, nuevas formas de segregación, así como un progresivo desinterés en la realidad que existe fuera de la pantalla. Lo digital se define, sucintamente, como la traducción de un conjunto de datos, o información, en dígitos (Lévy, 2007: 36).
Esto supone la descomposición y las ulteriores recomposiciones, codificaciones y descodificaciones de uno o varios objetos en unidades informacionales conocidas como bit (Binary Digit, o dígito binario). La digitalización tiene una estrecha relación con el concepto de lo virtual, a grado tal que son generalmente empleados como sinónimos; no obstante, este último concepto, como asegura Lévy, posee tres acepciones, una referente a la informática, otra relativa a la filosofía, y una última que es la otorgada por el lenguaje corriente. En su sentido común, la palabra virtual se emplea para aludir a lo irreal, mientras que, según su sentido filosófico, designa “lo que no existe más que en potencia y no en acto” (33), lo que implica que lo virtual es sólo una faceta de lo real que requiere actualizarse, es decir, devenir en un estado concreto, efectuarse materialmente. La acepción técnica del término no está del todo desvinculada de la significación dada por la filosofía, pues se refiere a entidades inmateriales que adquieren presencia al actualizarse en uno o varios estados simultáneos en la pantalla del ordenador, ya sea como texto, imagen o sonido, o todos ellos a la vez. Si bien no son términos sinónimos, el nexo entre lo digital y lo virtual es forzoso y pudiera explicarse de una manera un tanto sencilla, según la cual, lo digital correspondería a los caracteres del alfabeto, lo virtual a todas las posibles combinaciones de éstos para formar palabras y, finalmente, la actualización en el monitor de la computadora sería equivalente a la realización fonética de los vocablos. Lo digital aparece entonces, desde una perspectiva estrictamente técnica, como la estructura a través de la cual lo virtual ejerce sus operaciones.
No obstante, el concepto de virtualidad tecnológica tiene una mayor amplitud que el descrito anteriormente; lo virtual puede definirse como la generación de entornos, objetos o situaciones independientes a la realidad de facto, pero que posibilitan vivencias semejantes o idénticas a las experimentadas fuera de la pantalla. Así pues, la ilusión de realidad suscitada por los mundos virtuales será mayor o menor dependiendo de qué tan intensas sean las experiencias producidas en la persona involucrada en estos ámbitos; de acuerdo a esto, Lévy distingue tres sentidos de la virtualidad en función de la ‘fuerza’ o ‘debilidad’ de lo simulado: a) la realidad virtual, propiamente dicha: implica la inmersión en un entorno envolvente con el que el usuario interactúa empleando dispositivos electrónicos –guantes y gafas— que favorecen una percepción sensorio-motriz más completa. b) mundos virtuales como dispositivos informacionales: son aquellos que presentan simulaciones no envolventes; el participante está inmerso parcialmente en el dominio virtual a través de una representación de sí mismo, o avatar, que controla desde fuera de la pantalla. c) mundos virtuales informáticos: son representaciones digitales que ofrecen un repertorio extenso, pero limitado, de interacciones posibles.
La mayor o menor capacidad con que los mundos virtuales propician simulacros vivenciales liga a los conceptos de lo virtual y lo digital con el de la interactividad, que “designa generalmente la participación activa del beneficiario de una transacción de información” (65); este concepto admite, al igual que el de lo virtual, una gradación creciente o decreciente, aunque basada en la modalidad de transmisión y recepción del mensaje y la respuesta del destinatario. Los dispositivos de comunicación masiva comportan todos ellos un nivel de interactividad que opera de acuerdo a los siguientes criterios:
- las posibilidades de apropiación y de personalización del mensaje recibido, cualquiera que sea la naturaleza de ese mensaje;
-la reciprocidad de la comunicación (hasta de un dispositivo comunicacional «uno-uno» o «todos-todos»);
-la virtualidad, que subraya aquí el cálculo del mensaje en tiempo real en función de un modelo y de datos de entrada…;
- la implicación de la imagen de los participantes en los mensajes…;
-la telepresencia... (68).
Según una perspectiva comunicativa, el ordenador pareciera dominar la escena cultural, en todos sus aspectos; la virtualidad, principio rector de las prácticas ejercidas a través de la computadora personal, extiende su influencia a esferas de la vida pública y privada que, hasta hace poco, le resultaban ajenas o distantes; la política, la educación, el espectáculo mediático, la opinión pública, el juego, las relaciones afectivas, el sexo, todo ello, con mayor o menor éxito dependiendo del grado de interactividad logrado, puede simularse en los diferentes mundos virtuales a los que el ordenador permite acceso. En los albores del siglo XXI somos capaces de coexistir en territorios inmateriales, denominados bajo la etiqueta común de ciberespacio que, como indica Piscitelli, anuncia la “renovación de la idea de comunidad virtual como puntos de paisaje para conjuntos de creencias y prácticas compartidas, que vinculan a personas físicamente separadas” (Piscitelli, 2002: 144).
El término, acuñado en 1984 por William Gibson en su novela Neuromante, el día de hoy se acepta sin mayor discusión incluso en la jerga tecnocientífica más solemne pues, aunque su origen se remonta a la ciencia ficción, describe con sorprendente exactitud al sistema de interacciones a distancia que caracteriza a una época –la nuestra— en la que la telecomunicación aparece cada vez más como imperativo y condición de toda actuación social. La noción de ciberespacio permite definir al “espacio de comunicación abierto por la interconexión mundial de los ordenadores y de las memorias informáticas” (Lévy, 2007: 70), y que recientemente se ha instituido como el mayor depósito de información en la historia de la humanidad y, al mismo tiempo, en la principal plataforma comunicativa.
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*Texto tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.
El autor: Centro de Investigaciones en Ciencias, Artes y Humanidades de Monterrey CICAHM, Monterrey, México y Universidad Autónoma de Nuevo León UANL, Nuevo León, México / jeduardo.oliv@gmail.com