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LO IMAGINARIO DEL CUERPO EN LA TECNOCIENCIA

EL CUERPO ALTER EGO


En la representación científica contemporánea y en las realizaciones actuales de la biomedicina, la unidad fenomenológica del hombre estará, de ahora en adelante, fragmentada. Un dualismo de una nueva especie está cobrando importancia en sus diversas facetas, haciendo del cuerpo un doble del hombre, un alter ego que se beneficia de la atención o del rencor del actor según las figuras que éste diseñe. Para la tecnociencia, la especie humana parece teñirse de una corporeidad que recuerda demasiado a la humildad de su condición. Reconstruir el cuerpo humano parece el desafío al cual se unen estos nuevos ingenieros de lo biológico. La representación tecnocientífica se encamina por la vía de la desconfianza; ella instruye el proceso al cuerpo por medio de la constatación de la precariedad de la carne, de su falta de resistencia, de su imperfección en la aprehensión sensorial del mundo, del envejecimiento progresivo de las funciones y de los órganos, la falta de fiabilidad de sus capacidades y la muerte suspendida, albergada en el seno del dispositivo orgánico de la vida. Parece hacer del cuerpo un miembro supernumerario del hombre e incentivar su liberación. Esta representación de la denigración reprocha al cuerpo su falta de dominio sobre el mundo, la disparidad bastante nítida que existe entre una voluntad de dominio, que es incesantemente desmentida por la condición eminentemente precaria del hombre. Esta representación se vuel-ve con resentimiento hacia un cuerpo marcado por el pecado original de no ser más que un puro objeto de la creación tecnocientífica.


Esta representación no es necesariamente explícita, aunque a veces lo sea; aparece, sin embargo, como el móvil más o menos consciente que anima numerosas investigaciones técnicas y científicas, numerosas prácticas cuya voluntad consiste en paliar las incertidumbres de lo orgánico, añadiéndole procedimientos técnicos, métodos de gestión que supuestamente hacen, gracias a su concurso, un objeto maleable y sólido. El cuerpo no es en absoluto un lugar de dominio para el médico o el ingeniero que, a menudo, se ponen de acuerdo para tratarlo como un borrador y llevarlo a la perfección última que no busca más que la corrección de la ciencia. La visión moderna y laica de la ensomatosis (la caída en el cuerpo en antiguas tradiciones agnósticas), la carne del hombre que encarna su parte maldita según innumerables sectores de la tecnociencia, se adhieren, felizmente, para remodelar, rehacer, «inmaterializar», transformar en mecanismos controlables, para de alguna manera liberar al hombre del embarazoso arraigo carnal donde maduran la fragilidad y la muerte 2. Este cuepo denigrado no encuentra resto de valor más que en su asimilación a la máquina. Frente al problema de su constitución carnal, el cuerpo se disocia del hombre al que encarna y se considera como uno en sí mismo. Así, la biotecnología o la medicina moderna privilegian al mecanismo corporal, la disposición en engranajes de un organismo percibido como una colección de órganos y de funciones potencialmente sustituibles. El sujeto, en tanto que tal, aparece como residual, sólo se lo trata indirectamente por medio de una acción que tiende a la organicidad. La versión moderna del dualismo opone al hombre a su propio cuerpo ya no como sucedía antiguamente, donde se enfrentaba el alma o el espíritu al cuerpo. Fragmentación de la identidad personal que responde como un eco a la fragmentación del actor en la modernidad e ilustra la agudeza de la ruptura. La parte maldita en vías de rectificación por medio de las tecnociencias o en vías de salvación, sustituyéndose al alma en una sociedad laica, la misma distinción que pone al hombre en posición de exterioridad, de testigo de alguna manera, frente a su propio cuerpo.


LA INVENCIÓN DEL CUERPO: LOS ANATOMISTAS


El momento inaugural de la ruptura concreta entre el hombre y su cuerpo surge con la tentativa iconoclasta de los primeros anatomistas, que abren realmente los cuerpos humanos. Aislado del hombre, el cuerpo se transforma en objeto, en una curiosidad irreversible. La interrogación sobre el estatuto antropológico del cadáver con vistas a utilizar rápidamente sus componentes es una antigua cuestión que aparece como telón de fondo en toda la historia de la medicina. Una lucha feroz que durante mucho tiempo ha opuesto a los anatomistas y a las poblaciones horrorizadas por las disecciones y desoladas por la frecuente violación de las sepulturas 3.


Desde Vesalio y los primeros anatomistas, la representación médica del cuerpo deja de ser solidaria con la imagen integrada del hombre. La publicación en 1543 de De humani corporis fabrica supone un momento simbólico de esta mutación epistemológica que conduce, a través de diferentes etapas, a la medicina contemporánea. Los anatomistas, anteriores a Descartes y la filosofía mecanicista, fundaron un dualismo que está en el seno no solamente de la medicina, sino también de la modernidad, que distingue al hombre por una parte y a su cuerpo por otra. Recordemos la imagen de Marguerite Yourcenar en la Opus nigrum cuando Zenón, médico próximo a Vesalio, se inclina con su compañero, también médico, sobre el cadáver de un joven, el hijo del anterior: «En la habitación impregnada de vinagre donde disecamos a este muerto, que ya no era más el hijo ni el amigo, sino solamente un bonito ejemplar de la máquina humana»4. Frase programática que nos sumerge en el seno de la modernidad y nos aclara acerca de la abundancia de problemas éticos a los cuales se enfrentan nuestras sociedades contemporáneas; la medicina moderna no se ocupa del hombre, sino del cuerpo enfermo; ella trata a «la máquina humana», pero no al hijo o al amigo, es decir, al hombre en su singularidad. Los problemas que se presentaban aún con una discreción relativa hace algunos años toman una amplitud considerable con la acentuación y refinamiento de los medios técnicos, la especialización de los cuidados, la preocupación por la salud y, sobre todo, la creciente información de los usuarios.


El cuerpo humano, desde entonces, va a ser sujeto de innumerables investigaciones de la puesta entre paréntesis, del hombre al que encarnó. La formulación del cogito por Descartes prolonga históricamente la disociación implícita del hombre y de su cuerpo despojado de valor propio. No retomaremos aquí esos análisis. Sin embargo, recordemos que se hace cada día más cierto el prin-cipio que Descartes formula con claridad, un tema clave de la filosofía mecanicista del siglo XVII: el modelo del cuerpo consiste en la máquina, el cuerpo humano es un mecanismo discernible de otros por la única singularidad de sus engranajes. Esto no es más que un capítulo particular de la mecánica general del mundo. Proposición llamada a un futuro próspero en la representación técnica occidental. Ilustrando, además, el sentimiento de la potencia que ha invadido las filosofías mecanicistas, ebrias por la ruptura epistemológica que actúa sobre ellas, el autómata nacido de manos del artesano se presenta como una figura de la creación. El hombre aparece así menos como criatura que como rival del Dios mecánico. El cuerpo es una máquina a imagen del reloj, y las máquinas fabricadas por Dios, artesano supremo, siendo las mejores dispues-tas, no dejan de ser más que máquinas. La única diferencia entre el reloj, hecho por la mano del hombre y el cuerpo humano, nacido del ingenio divino, es la alta complejidad de este último mecanismo. Pero, en el fondo, a la actividad del hombre no le afecta esta comparación. Descartes solamente concede a Dios el justo privilegio de ser un artesano más hábil que los otros.




NOTAS:

  1. En las prácticas de ocio o la puesta en escena de sí mismo en la vida cotidiana el cuerpo puede ser objeto de la atención sostenida del actor, de una preocupación por la apariencia, etc. Sin embargo, incluso aquí, el cuerpo está en posición de hacer valer, casi representante de sí mismo, es también socio privilegiado del diálogo, de la investigación, y del amor a sí mismo. Está igualmente en posición de alter ego. Sobre este punto y aquellos mencionados anteriormente de David LE BRETON, Anthropologie du corps et modernité, PUF, 1990.




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