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Cuerpo y alma. Filosofía de la danza


Sólo se puede dar una idea tomando sobre ella vistas múltiples

complementarias y no equivalentes.

Henri Bergson


En el mundo actual, las divisiones hacen parte de la vida cotidiana de los individuos, la separación de razas, clases sociales y géneros pueden ser un ejemplo de esto. De igual manera, a lo largo de nuestra historia como cultura “occidental” (acá sin quererlo se vuelve a caer en una división, que se acentúa con el romanticismo dividiendo lo oriental de lo occidental) se ha promulgado una división entre lo sensible y corpóreo. Un afán racionalista se ha posado como imaginario ideal de la vida en los seres humanos. Buscarle un porqué a nuestra existencia ha sido la premisa fundamental de la filosofía desde los orígenes de ella, cuando los mitos resultaron ser paradigmas poco creíbles para explicar el mundo. Estas divisiones, ¿podrían articularse con la separación que hicimos entre alma-cuerpo y la creencia en un mundo trascendente que está más allá de la muerte? ¿Cómo articular diversas esferas del conocimiento para incitar a reflexiones que contribuyan a ver en lo sensible una forma válida de verdad? Hace poco discutía alrededor de la universalidad; ¿qué es universal y qué no lo es? Alguien muy afín a las ideas universalistas de la ciencia, paradigma que surgió en la época ilustrada, cuando el ser humano se sumió en una profunda crisis y decidió tomar a la razón como forma válida de conocimiento, me decía que sólo lo empíricamente comprobable era cierto –cosa que no alegué–.


La conversación fue más o menos así:


– ¿Y lo sensible es universal?

– No, lo sensible no es universal.

– ¿Pero todos sentimos, no es así?

– Sí, pero no de la misma manera, entonces no puede ser universal, por tanto, no es verdad.


Estas palabras retumbaron en mi cabeza y recordé una preocupación de grandes filósofos: ¿existe un “algo” universal que componga todas las cosas que somos capaces de observar, que no mute ni muera? Sin embargo, este cuestionamiento desemboca en otras preguntas que me hago constantemente: ¿para qué lo universal? ¿De dónde viene ese afán por conocer una verdad inmutable e igual para todos los seres humanos? Es verdad que todas las personas no percibimos ni sentimos de la misma manera; sin embargo, todos poseemos sentidos y somos capaces de conocer el mundo a través de ellos. Sin lo sensible, nos resultaría imposible escribir teorías biológicas, médicas o astronómicas; sin lo sensible, no podríamos pintar, bailar, tocar un instrumento o cantar. De igual manera, sin lo sensible no podríamos percibir lo bello de la naturaleza y del universo. Una separación que llama la atención es la que existe entre ciencia y arte. ¿Por qué no concebir una descripción taxonómica como una forma de hacer arte? ¿Por qué no concebir el movimiento de un pájaro como arte, vehículo que impulse a la creación? O… ¿por qué no ver en el cuerpo mismo la encarnación del cosmos, tal y como lo hacían los antiguos alquimistas? “A menudo es un sentimiento estético el que impulsa al biólogo evolucionista a suponer próximas formas entre las cuales él es el primero que percibe una semejanza; los mismos dibujos que da de ella revelan a veces una mano y sobre todo un ojo de artista” (Bergson 1972, 57).


Entonces, ¿cuáles son las máquinas y los regímenes de signos que se articulan en cierto momento para que separemos ciencia y arte? ¿Esta separación puede estar relacionada con el dualismo establecido entre alma y cuerpo?


I. Seres fragmentados e inmortales


Esta última pregunta ha ocupado casi tres años de mi vida, al igual que intentar vislumbrar un camino para elaborar una filosofía de la danza y una danza filosófica. Pensar a la danza desde la filosofía y pensar a la filosofía desde la danza ha resultado ser una de mis mayores pasiones. Uno de los temas que más me ha llamado la atención es el dualismo que se estableció entre la razón y los sentidos en Grecia con un filósofo llamado Platón. Para él, la música podía ser posible sin la lira; sin embargo, esta idea suena rara para cualquier artista o músico, entre éstos Simmias:


– En esto creo yo –repuso Simmias–: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber, que la armonía es algo indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y emparentadas con lo mortal. Así, pues, supongamos que, una vez se rompe o se corta la lira y se arrancan sus cuerdas, alguien sostiene, empleando el mismo argumento que tú, que es necesario que exista todavía aquella armonía y que no se haya perdido. Porque sería de todo punto imposible que dijera que si bien la lira existe todavía, aun cuando hayan sido arrancadas sus cuerdas, y siguen también existiendo éstas que son mortales, en tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal, y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquél diría es que es necesario que la armonía exista aún en alguna parte, y que las maderas y cuerdas se pudren antes de que a aquella le ocurra nada. Pues bien, Sócrates, creo que tú también has pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que es el alma, es decir, que estando nuestro cuerpo, valga la palabra, tensado y sostenido por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y algunos opuestos similares, nuestra alma es la mezcla y la armonía de estos, una vez que se han mezclado bien y proporcionalmente entre sí.


Así pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo, hasta que se les quema o se pudren. Mira, por consiguiente, qué vamos a responder a este argumento, en el caso de que alguien pretenda que el alma, por ser la mezcla de los elementos del cuerpo, es la primera que perece en lo que llamamos muerte [“Fedón”, 86 a-c] (Platón 2000).


Esta idea de una danza sin un cuerpo también suena rara para un bailarín. ¿Alguno de nosotros ha concebido, en algún momento, que nuestros movimientos podrían ser sin alguien que los ejecutara? ¿Es el movimiento algo trascendente a los cuerpos o son los cuerpos los que producen el movimiento? ¿Cómo entender la armonía sin ser capaces de percibirla y producirla a través de nuestros sentidos? La experiencia del bailarín puede ayudar a comprender cómo algo no puede ser sino hasta que se ejecuta, la verdad podría ser relacionada con la acción, con lo performático. Sin embargo, y aunque sueñe extraño, la idea de un alma separada de un cuerpo ocupó la mente de Platón durante su vida. Él también imaginó que nuestra existencia era sólo las sombras de lo verdadero, sumiendo la existencia humana en ecos danzantes, no éramos capaces de aprehender la realidad, estábamos de espaldas a ella y lo único que éramos capaces de observar eran sus reflejos. Estas sombras eran lo tangible; para Platón, existe un mundo que es inmortal, imperecedero e inmutable que no puede ser igualado a los sentidos, se negaba a creer que nuestra existencia fuera momentánea. Para él, existía un alma capaz de atravesar el terrible destino humano: la muerte.


De igual manera, las pasiones eran las que llevaban al humano al error, un ser humano no podía dejarse llevar por ellas puesto que su existencia se saldría del bien. La imagen que Platón proponía al respecto, era la de un auriga con dos caballos, el auriga debía ser capaz de manejar a uno bueno y uno malo; el bueno era la templanza; el malo la necesidad, el principio de desorden o causa vagabunda: el deseo. Las bacantes, tragedia griega de Eurípides, ayuda a vislumbrar esta dualidad entre alma y cuerpo, templanza y deseo. En la tragedia, los tebanos se niegan a rendirle culto a Dionisos, puesto que éste no es considerado un dios; excepto por dos ancianos: Tiresias y Cadmo, quienes exigen el culto para evitar una tragedia.


Dionisos se disfraza con una piel de cabro, haciéndose pasar por un extranjero; difundiéndose por Tebas la necesidad del culto, el dios es encarcelado por orden del rey Penteo y las bacantes, que acompañan a Dionisos, se escapan. Dionisos logra escapar y le hace creer a Penteo que lo que capturó, en realidad, fue a un toro, de nuevo se exige que se le reconozca como dios, pero Penteo vuelve a negarse. El rey ordena que se capture a las Bacantes, no obstante, estas destruyen todo lo que encuentran a su paso. Penteo es capturado por las Bacantes y encuentra a su madre bajo el influjo de Dionisos, ésta termina degollándolo y mostrando su cabeza a todo el pueblo creyendo que lo que había matado era a un león, cuando escucha a Cadmo entra en razón y ve lo que acaba de hacer por no reconocer a Dionisos como dios. “Te pasa entonces como a mí: yo también me siento joven y empezaré a bailar” (Eurípides 1966, 66), le dice Tiresias a Cadmo, los dos ancianos que buscan que toda Tebas haga el culto y las libaciones a Dionisos, dios del placer y la embriaguez; el Rey Penteo se negaba a rendirle culto al dios puesto que afirmaba que Dionisos les daba vino a las mujeres, lo que las conducía a la perdición de la lujuria. Para Tiresias, el vino ofrecido por Dionisos era una bendición puesto que permitía el olvido de la tristeza y los males.


Esta tensión, encontrada en una tragedia, puede ser equiparada a la tensión que Platón vislumbra en su teoría filosófica, en donde la razón es la única capaz de recordarle al hombre esa verdad universal que olvidó en el momento en el que su alma se encarnó en un cuerpo; de igual manera, recuerda la importancia de no dejarse llevar por lo sensible y por todo aquello que puede conducirnos a caer en el error del placer, que nos impide el acceso a la verdad universal, relacionada con la razón.


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