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La huella del cuerpo. Tecnociencia, máquinas y el cuerpo fragmentado


Introducción: un cuerpo náufrago


Un extraño sueño de Antonia es interrumpido por el despertador. Se levanta amodorrada y alcanza a percibir “una figura desconcertante en el espejo de cuerpo entero” por el que pasa. Se da cuenta, mujer de veintisiete años, que es ella misma, “pero indudablemente un hombre: ahí entre sus piernas, plantado como una señal irreductible, su nuevo sexo”. Se abren los interrogantes: “¿Somos lo que parecemos? ¿La identidad empieza por lo que vemos?


¿Y qué fue lo que vio Antonia al salir de la cama y descubrirse en el espejo? El cuerpo de su deseo.


Entonces habría que admitir que tal vez nos equivocamos: la identidad empieza por lo que deseamos.


Secreta, persistente, irrevocablemente. Lo que en realidad nos desea a nosotros”. Ya las primeras páginas de la inquietante novela de Ana Clavel, Cuerpo náufrago,1 nos ofrecen, al menos, dos lecciones: la primera, que no hay algo así como “el cuerpo”.2


“El cuerpo” es, en realidad, una abstracción: hay cuerpos de mujeres y de ancianos, cuerpos sero positivos y cuerpos que se rentan a la luz de las nuevas tecnologías de la reproducción. Abundaré sobre esto más adelante. La otra lección, o al menos constatación, es que las identidades personales y colectivas están o son necesariamente encarnadas. La convención cultural que asocia a las mujeres con la naturaleza, por su papel en la reproducción humana, constituye apenas un ejemplo. Opera, pues, sobre los cuerpos lo que está en el fundamento de todo pensamiento: la observación de la diferencia.3


A pesar de la relevancia de estos mínimos datos, las ciencias sociales, hasta bien entrado el siglo XX, desdeñaron el cuerpo como un auténtico tema de investigación. Las macro-teorías porque se ocupaban de las estructuras sociales y los periodos históricos de larga duración; las micro-teorías, porque apostaban más a un yo incorpóreo atento a sus elecciones y a la continuidad y coherencia de su memoria y su conciencia.4 Sin embargo, los cuerpos han estado siempre en la arena, en las batallas, de los relieves de la vida social: son objetos e instrumentos a la vez que se despliegan en rejillas complejas de poderes, deseos y significados.


Acaso esto sea más cierto hoy que nunca, en una circunstancia en la que los conocimientos y prácticas tecnocientíficas han tenido un enorme desarrollo. En efecto, las nuevas tecnologías de la reproducción, la ingeniería genética, las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, la masificación de los transplantes de órganos en los países del primer mundo, las cirugías plásticas, la anorexia y la obesidad como genuinos problemas de salud pública, nos invitan a interrogarnos sobre el conjunto de representaciones, manipulación, usos y prácticas a las que se ven sometidos los cuerpos en el mundo contemporáneo. Algunos estudios recientes están mostrando cómo muchas organizaciones en EE.UU., incluso en México, han decidido no contratar a personas con problemas de obesidad, o bien han instrumentado políticas para que su personal baje de peso.5 Contrariamente a esa belleza más bien generosa de carnes que tanto entusiasmó a nuestros abuelos a principios del siglo XX, hoy la delgadez representa salud y simboliza éxito laboral y empresarial.


Pero en realidad no es éste el tipo de ejemplos que más me interesa desarrollar aquí. Procuraré mostrar en este trabajo, sin alarmismos, que los avances actuales en la tecnociencia están modificando nuestra noción de cuerpo y, en consecuencia, nuestras identidades personales y colectivas, la distinción entre cultura y naturaleza, y las relaciones entre hombre y máquina. Pero antes de contender con este tema en particular, presentaré una introducción a la antropología del cuerpo y una serie de categorías analíticas para comprender las interrelaciones actuales entre tecnociencia y cuerpo.




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